viernes, 8 de julio de 2011

Rayuela, el libro que es muchos libros

Voy a pretender que acabo de leer por primera vez Rayuela. No es cierto que así sea, aunque sí lo es que lo estoy releyendo una vez más, dejándome sorprender por la belleza y la profundidad de sus palabras, por la forma como cada personaje va tomando forma y dibujándose etéreo en mi mente mientras leo.

Sólo cuatro líneas y me percato que he de cambiar de planes. No puedo pretender algo falso para invitar a quienes no lo conozcan a que se aproximen a Cortázar. Hablaré de mis impresiones reales, de mi experiencia de mucho años con el libro puzle.

Lo primero que conocí, tal vez como muchos otros, fue el capítulo 7: "Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera...” ¿Cómo no querer seguir leyendo un libro donde había una hermosura tan transparente? Además, el amor es el mejor aliciente para emprender nuevos proyectos, y si a mi amado de entonces le causaba Cortázar tal fascinación que pudo recitarme aquello, era evidente que bien valía la pena aventurarse en su universo.

Conseguí Rayuela un día cualquiera de plena adolescencia en una mesa de libros leídos: era la edición verde de Oveja Negra, pésimamente encuadernada. Fue sólo abrirlo para darme cuenta de que no era un libro cualquiera. Tenía una ruta extraña, sin lógica aparente, que el autor me proponía seguir. Y el primero en recibirme era César Bruto, con sus reflexiones eséntricas y esóticas. No había duda de que me iba a divertir.

Sin embargo, fue mucho más que diversión lo que encontré en el intrincado laberinto de ese juego que tendía al cielo. Cada personaje, cada encuentro narrado, cada soliloquio de Oliveira, llegaba hasta lo más hondo de mi ser, ponía en palabras intuiciones y pensamientos que me rondaban desde siempre pero que nunca había podido pensar con claridad. No podría afirmar que el libro me ofreció soluciones, pues cada personaje sostenía sobre un mismo asunto puntos de vista tan disonantes y convincentes a la vez, que era sumamente difícil darle la razón a alguno. Tal vez esa riqueza de posiciones, la forma como cada quien argumenta (o no) lo que siente y lo que cree, es una de las mayores riquezas de Rayuela, un libro que no le da al lector ideas acabadas acerca de nada y que, por el contrario, le muestra que las seguridades que alguna vez tuvo sobre la vida, la realidad o el amor, son tan relativas como su propia existencia.

Cortázar apuntaba a un tipo de lector activo, cómplice, opuesto al que él llamaba (en boca de Morelli) lector hembra, y que describía como “el tipo que no quiere problemas sino soluciones, o falsos pro­blemas ajenos que le permiten sufrir cómodamente sentado en su sillón, sin comprometerse en el drama que también debería ser el suyo”[1].  Rayuela fue la apuesta cortazariana por hacer una novela que rompiera con los cánones establecidos, y ese intento lo llevó a destrozar la narrativa tradicional, a escribir un libro que es muchos libros, a entretejer mil historias que se conectan de las maneras más insospechadas.

No es posible vivir la experiencia de Rayuela sin ser cómplice de Horacio, de la Maga, de Traveler, de Etienne, de Roland, de Gregorovius, de Talita, de cualquiera de sus muchos y muy bien trazados personajes. No es posible, porque acercarse a Rayuela es justamente eso, una experiencia que se vive y no un relato que se lee. Por eso se trata de un libro que atrapa o que repele, que no da lugar a términos medios: uno se conecta o no entiende nada; se deja envolver por su magia, quedando atrapado largamente, o sale de él a la velocidad de un rayo. Los cronopios del mundo lo saben; los famas, ni se han dado por enterados. Y está bien que así sea.





[1] Julio Cortázar. Rayuela. Cap. 99. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2004. 

viernes, 1 de julio de 2011

El frío terminó siendo lo de menos

En contra de todos los pronósticos, no estoy muriendo de frío y, con el paso de los días, me va dando la impresión de que no lo voy a hacer. Es cuestión de echarse ropa encima, de acostumbrarse a tener 10 kilos de más que no son propios, de disponer de unos cuantos minutos extra para vestirse y revestirse cada día.



Al menos hasta ahora, el frío ha sido lo de menos en este invierno que anuncian inclemente y crudo como pocos. Tal vez me pasó lo mismo que con el tren, que de tanto que me dijeron que iba a ser horrible, terminé preparándome para cosas mucho peores de las que realmente suceden. Ahí donde los ven, el dramatismo femenino y la exageración paisa tienen sus ventajas, y me permitieron estar preparada para una realidad que nunca había vivido y que, en consencuencia, no podía imaginar acertadamente.

Lo que nadie me dijo -aunque debí suponerlo- es que, además del frío, el invierno viene cargado de tristeza, de días brevísimos y muy grises que no son aptos para inmigrantes recién llegados a la adultez que dejaron atrás cosas que se tardaron media vida en construir. Seguramente no es así para todos, habrá quienes estén muertos del frío pero felices de lo que dejaron y lo que vinieron a encontrar y una parte de mí también lo está, y es la que más ha tenido la palabra en este blog, pero a veces otras cosas surgen, el color de rosa palidece ante tanta falta de luz y la presencia de ese sol de utilería que se asoma sólo para recordarnos el calor que no tendremos en tres meses, pero que sí existe en el país que abandonamos.

La división continúa y no la puedo negar. Muerta la novedad, ya no hay nada que oculte la tristeza.