lunes, 22 de agosto de 2011

Mi vida sin montañas

Jamás imaginé que las montañas iban a llegar a hacerme falta. Eran a tal punto parte de mi vida cotidiana que no tenía la más mínima consciencia de lo importantes que se habían vuelto para mí. Pero bastaron unos días en Buenos Aires y mi primer viaje a La Plata para empezar a sentir que había algo demasiado extraño en ese nuevo paisaje, algo que no tenía nada que ver con la arquitectura, la cual sabía muy distinta de antemano. Lo que se me hacía rarísimo era la ausencia de montañas y de los innumerables tonos de verde que crecí viendo en mi ciudad y que me acompañaron en casi todos mis viajes por Colombia, pues la cordillera de los Andes nos atraviesa de lado a lado y es raro ir a algún sitio desde el que ninguna protuberancia en la tierra pueda divisarse. Tanta planicie sólo conseguía asociarla con la Costa Atlántica y, más especpificamente, con Ciénaga (Magdalena), vaya uno a saber por qué.

Hay algo de angustiante en el horizonte infinito, en esa inmensidad en la que se juntan tierra y cielo a lo lejos sin que nada se interponga. Hay también mucha monotonía, demasiado de lo mismo, una uniformidad que cansa. Las montañas le dan al espacio colores y formas muy variados y lo dotan de una inmensidad distinta, menos infranqueable, aunque escarpada. 

Extrañar esas sinuosidades me hizo percatarme de la influencia que ejercieron en mí los símbolos antioqueños, especialmente el himno, que canté siempre tan alegre y que de lo primero que habla es de la libertad y las montañas, dos cosas muy valiosas. Y entonces descubrí que por más que tiendo a ser desapegada, hay cosas que no pueden no hacer falta en la distancia y me descubrí triste ante la visión de tantísimo horizonte.

Luego pasó que en las vacaciones de invierno viajé a Córdoba y allí, por fin, volví a ver montañas verdes y como tostadas por el frío, pero montañas al fin, cortes necesarios en el horizonte, puntos que hacen sentir que hasta allá se puede llegar con un poco de esfuerzo para mirarlo todo desde otro punto de vista, para no estar condenado a una sola dimensión, para percibir las formas y los colores de lo que se queda abajo: los trazados de las calles, la gente y los autos que se mueven, los caminos sin pavimento, las hileras de árboles. Una montaña es un lugar para esconderse, para ampliar la perspectiva, para hallar un silencio puro y tender al azul del cielo, tan bonito como es algunas veces.

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Arriba, Medellín, su cielo y las montañas que extraño. Abajo, las montañas de Córdoba que me alegraron las vacaciones.

domingo, 7 de agosto de 2011

Pasajera en tránsito -más que- perfecto

Vengo del caos a una ciudad extrañamente perfecta. De una ciudad hecha de a poquitos y sin planeación alguna a otra que fue trazada centímetro a centímetro y cuyo mapa es un cuadrado perfecto atravesado por diagonales.




Nada se parece menos a un mapa que el de La Plata, que más se asemeja a un tablero de parqués* de esos de seis jugadores que sólo llegué a ver en fincas alejadas donde el tiempo pasa tan despacio que se necesita la versión larga del juego para poder matarlo (al tiempo, se entiende).


Uno camina por las calles de La Plata y sabe que, indefectiblemente, cada seis cuadras se encontrará con una plaza inmensa llena de verde, de bancas, de gente que se las apropia y las disfruta. También sabe -y este es un descubrimiento aciago y temprano- que en algún momento va a toparse con un cruce de calles fuera de lo común, en el que una diagonal aparece para, súbitamente, desconfigurar todo sentido de la orientación y llevarlo a uno exactamente al otro lado de donde quería ir. Las diagonales son cosas a las que todo recién llegado teme porque no hay ninguno que no se haya extraviado alguna vez por su causa, y hasta los más avezados caminantes platenses dudan a veces de qué ruta tomar cuando se encuentran con una de estas calles que cruzan y entrecruzan esta ciudad minuciosa.


Su centro reposa en la mitad exacta de la Plaza Moreno, que a su vez ocupa el centro preciso de todo el cuadrado y que, vista desde la torre de la Catedral, replica el mapa de toda la ciudad. Casi podría decirse que La Plata es una ciudad fractal cuya estructura se repite plaza a plaza, cuadrante a cuadrante, como si fuese un imperativo que la excelsitud estuviera reflejada.


No deja de ser extraño saberse un ser imperfecto, venido del reino de la improvisación, para dedicarse ahora a circular cual fichita solitaria por caminos rectos y sin sobresaltos, sin curvas peligrosas, sin sendas que empiezan y se terminan caprichosamente, tal como ocurre en los lugares comunes de mi ciudad original y los de tantas otras ciudades "normales".

Descubro el agua tibia mientras escribo: que la perfección no es normal, como no es normal que una ciudad esté habitada principalmente por estudiantes... pero La Plata es así: rarísima y hermosa, acogedora, verde, misteriosa. Y heme aquí, más maravillada que simplemente sorprendida, y aprendiendo otras maneras de  ser y de habitar. 




*Parqués: Juego que se practica en un tablero con cuatro salidas en el que cada jugador, provisto de cuatro fichas del mismo color, trata de hacerlas llegar a la casilla central. El número de casillas que se ha de recorrer en cada jugada se determina tirando un dado.