martes, 27 de septiembre de 2011

Y llegó la primavera

Después de un invierno que temí más de la cuenta y al que sobreviví menos estoicamente de lo que supuse, llegó por fin la primavera. Y su llegada era algo muy anhelado, para los de aquí porque significa que vuelve el solecito y para mí porque era una especie de retorno a mi ciudad, a mi Medellín, donde se supone que la primavera es eterna. Lo primero que pensé fue que, justamente por eso, sería muy exigente con ella, pues ha sido mi estación perpetua y conozco sus mañas, sus colores, su carácter a veces bipolar pero jamás extremo.

El 21 de septiembre es un día que se espera con ansia en Argentina, y todo se suspende, la gente se viste de colores, no hay clases y todos van sonriendo, regalándose flores, en un ambiente tan festivo que es imposible no contagiarse de esa emoción que llega misteriosamente con el clima y que además de flores viene con mensajes y con felicitaciones.

No es un día normal porque justamente la primavera no es habitual aquí y tiene su plazo, el más esperado por todos. Ver semejante emoción ante lo que para mí se suponía cotidiano me hizo sentirme feliz de haber salido de esa obviedad del tiempo, pasar por la experiencia de las estaciones y descubrir cómo los cambios afectan todo el entorno, el semblante de las personas, los colores de la ciudad, de la ropa, de los árboles. 

Fue hermoso caminar por la ciudad y ver los parques llenos de estudiantes, de música, de vendedores de flores... sentir la vida vibrar dentro de mí, abrirme para que esa fuerza luminosa tomara parte en mi ser y se abriera otro plazo, otra forma de estar aquí.

Es bueno cuando las cosas no se pueden dar por descontadas, cuando van y vienen y no son una seguridad a la que uno se acostumbra. Aquí, donde la primavera no es eterna, fui feliz celebrando su llegada, escuchando a Vicentico en una plaza atestada de gente, embriagándome de la alegría de otros que llegó a volverse mía. Pero también fui feliz por mi ciudad y el regalo de su primavera permanente... qué envidia les da a todos cuando les cuento cómo se vive en Medellín. 


viernes, 16 de septiembre de 2011

Cuando Buenos Aires se volvió paisaje

Lo más triste de vivir en Argentina es que Buenos Aires ha perdido su encanto literario.


Ir allí dejó de ser un sueño para convertirse en la cosa más sencilla (y a veces tediosa) del mundo: tomar un colectivo y tener fe en que el tráfico esté tranquilo y, sobre todo, en que no haya ningún piquete o manifestación en la autopista, ningún paro de empresas transportadoras. Ya no hay magia en Buenos Aires. Es una ciudad tan real que me robaron dos veces en cuatro meses, más de los atracos que tuve que sufrir en Medellín en toda mi vida.

Sigue siendo hermosa y majestuosa, sigue habiendo mil cosas interesantes por hacer, pero sus calles son ya paisaje conocido, su ritmo acelerado me envenena, sus librerías son tantas y tan inmensas que ni siquiera sé hacia dónde mirar. Tal vez la abandoné demasiado prematuramente, pues sólo un mes viví en ella y desde entonces La Plata es el lugar que he aprendido a hacer mío y es tan distinto, tan tranquilo, tan pequeño. 


De La Plata nunca esperé nada, supe a duras penas que existía y no recuerdo haber leído antes sobre ella. No albergaba ninguna esperanza, no la había idealizado, no conocía una sola foto que me permitiera tener una imagen previa de ella y no estaba entre los lugares que soñaba conocer. Y fue mejor así. Despojada de ilusiones, llegué a ella con la sola disposición de conocerla y no deja todavía de sorprenderme. Ya hablé en otro momento de su misteriosa perfección, pero no es sólo eso lo que la vuelve una ciudad donde da gusto estar. Es sobre todo que es un lugar acogedor, que aunque para muchos es de tránsito (por aquello de los muchos estudiantes que vienen de distintos lugares del país y del mundo), no se vuelve un mero lugar de paso, y menos de paseo. 


Para los inmigrantes que venimos a estudiar, y que somos muchos, tiene todo el sentido la canción de Facundo Cabral (oriundo de aquí y trágicamente asesinado): No somos de aquí ni somos de allá, pero la ciudad nos ayuda a sentirnos menos extraños, cosa que presiento no sucede del mismo modo en Buenos Aires. Aquí somos menos y eso nos vuelve también menos anónimos, menos invisibles, y el ritmo es otro, no hay que correr tanto, no nos miran como turistas sino como estudiantes y eso también implica un cambio radical en el trato.


Si por alguna razón que por ahora no está en mis horizontes, decidiera quedarme a vivir en Argentina, creo que me quedaría en La Plata e, igual que ahora, iría a Buenos Aires un par de veces por mes a ver a algunos amigos y hacer recorridos turísticos con esos que vienen por algunos días y quieren ver lo que nos enseñaron que hay que ver: San Telmo, el Obelisco, El Ateneo, Puerto Madero, el Cementerio de Recoleta... Lo bueno es que también puedo llevarlos a otros lugares menos rimbombantes que he descubierto y he aprendido a querer, bares menos céntricos, como el de Roberto y un Havanna especial donde va a atendernos una amiga argentina que adoro y que, tal vez, hasta termine por regalarnos el café.