jueves, 12 de enero de 2012

Entretanto

Como otras palabras más forzosas no me salen, escribiré aquí, en esta especie de bitácora pública que, más  que del viaje, parece serlo ahora de mi vida. Lo quiero hacer desde hace varios días, especialmente por la sensación que imperó en mí cuando estuve de visita en Palinuro, pero también por otras cosas que he pensado y he vivido en estos días vertiginosos del regreso momentáneo. Ya se ha ido casi un mes y no he parado, no he terminado de saludar a todos los amigos ni visitar los lugares a los que me propuse ir. 

Tal vez todo sería más sencillo si tuviera una lista pero nunca me han gustado, y las pocas que he hecho en la vida han sido sistemáticamente ignoradas y luego encontradas por ahí en inoficiosos papelitos o archivos olvidados. Prefiero confiar en mi memoria e ir haciendo acuerdos de encuentros o simplemente no tener nada previsto y salir a caminar para ver adónde me llevan los pasos y las ganas.

La visita a "Palinuro, libros leídos" fue una experiencia así en una tarde que quedó libre y que decidí dedicarle a esas tertulias espontáneas con Luis, el librero y amigo de todos que siempre lo recibe a uno con una sonrisa y mil historias. Casi nunca está sólo él pues el espacio, aunque pequeñito, tiene un magnetismo impresionante que atrae a jóvenes y a viejos, a adultos recientes y a adolescentes tardíos, a niños de todas las edades y, casi siempre, todo termina en una conversación de amigos espontáneos y esporádicos unidos por un vínculo ineludible con la palabra y las historias. 


Siempre que paso una tarde en Palinuro salgo feliz y renovada, aunque también un poco inquieta por el camino que elegí, por esa psicología que no se me nota y esa academia a veces tan fría, tan árida y escueta. Nunca he dejado de escribir ni de leer literatura, pero cuando salgo de allí no puedo evitar pensar que es más lo que no leo y no escribo, que claudiqué muy pronto, que terminé caminando nada más que por las márgenes aunque ese centro me convoque tanto. Hay algo amargo en esa plenitud pasajera, un leve desgarramiento producido por el desajuste entre el sentimiento de que ese es mi lugar y la constatación de que no es así, de que soy meramente una invitada que pasa de vez en cuando pero que nunca termina de pertenecer.

Al final de cuentas creo que no importa, que ya es una gran fortuna el solo hecho de poder ser acogida allí siempre que voy, hayan pasado meses o años. Y lo es también que eso me pasa en otros lugares, que con el tiempo he ido encontrando distintos espacios donde me siento a gusto y en los que puedo toparme con gente (conocida a veces, simplemente afín, otras) con la que resueno o hago clic sin mayor esfuerzo y con la que puedo hablar tardes o noches enteras sin aburrirme, descubriendo que esa idea adolescente de que estaba sola en el mundo y era el colmo de la diferencia estaba -¡menos mal!- errada.