domingo, 8 de abril de 2012

Bienvenidos sean los treinta

Como siempre he sido una mujer de plazos cumplir, llegaré puntual a la cita con mis treinta años. Hace tiempo sabía que estaban en camino, sentía sus pasos acercarse, y en cuestión de horas tocarán a las puertas de mi alma y yo les abriré sin ocultar mi desconcierto, pero invitándolos a pasar para que se reúna con los otros veintinueve que he vivido ya y que han dejado sus marcas -unas visibles, otras vedadas- en esto que por ahora he llegado a ser. 

Siempre me he prometido que no seré de las que se quitan años u ocultan la edad que tienen detrás del trillado "¿cuántos me pones?" que se lanza como respuesta evasiva ante cualquier indagación de esa índole. Desde mañana tendré treinta, y lo diré con cierto temor al principio, como quien ha llegado a un territorio que no conoce y sobre el que se tejen toda clase de mitos. Los muy jóvenes siempre miran esa edad como un punto sin retorno en el que la vejez empieza a cernirse inevitablemente sobre uno. Los que ya la cruzaron o la están transitando afirman que es la mejor época de la vida y, por supuesto, ahora que estoy parada ante esa puerta quiero creer que es cierto, aunque supongo que luego oiré lo mismo respecto a los cuarenta y los cincuenta.

Por ahora sólo sé que me da la impresión de ser un buen momento, pues sigo siendo joven pero ya no soy la ilusa o ingenua de los dieciséis, ni tampoco la irreflexiva de los veintitrés. De todo lo que fui he procurado aprender y ahora trato simplemente de vivir bien, de no chocar de más con el mundo, de estar dispuesta para lo que los días me traigan y hacer con ello lo que me parezca que es mejor, aun si mil veces me equivoco. He aprendido a ser clara, a expresar lo que quiero y no hacer lo que no quiero, a escoger en dónde y con quién estar, a no quedarme callada por guardar las apariencias, pero también a tener cuidado con los otros, a ser sincera sin caer en la franqueza descarnada.

Suena todo a balance, qué cosa. Lo bueno es que puedo declararme satisfecha. 
 


martes, 3 de abril de 2012

Impresiones encontradas

No sé cómo empezar ni por dónde, pero quiero decir algo sobre un par de amonestaciones o advertencias con cariño que recibí sobre mi blog. Dos amigos muy cercanos, que me conocen hace tiempo y a quienes quiero mucho, me dijeron en tono preocupado que tuviera cuidado con lo que escribo, que no me expusiera tanto, que encontraban "muy personales" algunos de los escritos que he publicado en mi blog. 

Yo leo y releo y me digo que sí, que es cierto, que hay cosas muy personales, pero no encuentro que haya ningún problema en ello. Mi blog, de hecho, es un espacio personal, no profesional; no aparece en mi currículo ni está asociado a mi cuenta de correo "seria", no lo difundo más que entre mis amigos y contactos de twitter y, aunque ellos lo compartan y de ese modo pueda llegar a ser leído por desconocidos, no hay ninguna referencia a cómo me llamo o dónde he trabajado como para estar atemorizada acerca de sus efectos.

Aunque me pregunto, ¿cuáles efectos? ¿Qué sería lo tan malo que me podría pasar si se supiera que soy yo quien escribe esas reflexiones sobre un viaje, una beca, tres ciudades, lo que me ha implicado ser mujer, lo que siento respecto del lugar que me vio nacer y en el que he visto morir a tantos? ¿Por qué es inconveniente expresar y dar a conocer ciertas cosas que pienso y siento y que, -según he podido constatar desde que creé Pasajera en trance- otras personas también han sentido? 

Sigo releyendo. Hablo de cómo vivir en Argentina fue un sueño muy temprano, explico por qué elegí títulos y pedazos de canciones para nombrar ese espacio virtual en el que escribo, cuento cómo viajo, qué suscitan en mí las estaciones, qué cosas extraño, qué me gusta de los lugares que he conocido, qué se ha vuelto paisaje, qué palabras me hace falta usar, cómo viví mi regreso temporal a Medellín y algunas cosas que se me ocurren ante acontecimientos puntuales, como la balacera del 7 de febrero o el día de la mujer.

 Caigo en cuenta de algo: mis dos amigos me expresaron sus reservas sobre lo que escribo después del texto del 8 de marzo. E intuyo que lo que les hizo ruido no fue tanto que mencionara que durante años peleé con la idea de ser mujer, o que diga que mi padre me dedicaba "Niña bonita", o que jugaba fútbol (aunque también muñecas). 

No. Me temo que eso no es lo personal que les inquieta. Lo que encendió sus alarmas -creo- fue que entre las varias cosas que menciono digo sin eufemismos que odiaba menstruar. Y eso no se dice. Las mujeres a duras penas podemos decir que estamos con la regla o que nos llegó el período, y en contextos más informales he oído un rebuscadísimo: "tengo al América de Cali jugando de local". Aquí en el sur hay que decir: "estoy indispuesta", por más vital que uno se sienta. Pero preferiblemente no debemos decir nada al respecto, con ninguna palabra, sobre todo no con aquella que más directamente nombra eso que nos sucede cada mes salvo que la maternidad o la menopausia acechen. 

Puedo estar equivocada y voy a preguntarles; seguramente no fue sólo eso y hay otras razones más elaboradas y sensatas. Uno de ellos se refirió a que las cosas que digo podrían no ser bien vistas en futuros lugares de trabajo. El otro, con mucha cautela y afecto, me expresó sus diferencias respecto a la difusión abierta de relatos tan íntimos. Agradezco su cuidado y su preocupación, pero no comparto sus temores ni sus reservas. Pasajera en trance es, más que cualquier otra cosa, un ejercicio literario, un lugar para pensar en voz alta y, también, para hacer visibles ciertas facetas de mí misma que suelen quedar ocultas debajo de mis silencios cotidianos. Nada de lo que he publicado me parece demasiado íntimo o por lo menos se trata de cosas que no me molesta ni me perturba que se sepan. Siempre pienso en eso antes de dar el clic final.