domingo, 4 de noviembre de 2012

Argentina y su cicatriz en mí


Llevo días –meses ya- intentando escribir sobre la quemadura que sufrí en agosto de este año.  Todos los intentos han fallado, unos porque me avasallan los recuerdos y me quedo sin palabras, y otros porque simplemente no me gusta lo que sale.

Fue un jueves muy temprano, uno de esos días que empiezan como todos pero que en un instante cambian el curso de tu vida, alteran cualquier orden conocido y te recuerdan de la manera más cruda que estar vivo puede llegar a doler mucho.

No voy a entrar en detalles que he contado mil veces acerca de cómo pasó. Diré simplemente que iba a hacerme un café, que calenté el agua más de la cuenta, que puse la taza donde no debía y que por descuido y torpeza terminé volcándome toda el agua encima. En realidad ya era café, ya olía rico, a Colombia. Pero Colombia se me vino encima y me laceró de la manera más literal que lo ha hecho hasta ahora, me produjo el peor de los dolores que he sentido jamás.

Entre ese momento y aquel en que por fin llegó alguien a ayudarme –era temprano, estaba sola en mi casa, casi no encuentro quién pudiera venir hasta mi casa- todo es borroso. Sé que por un instante me pareció salir de mí, no podía creer lo que pasaba y lo que sentía; corrí al baño porque algo en mi memoria se activó y sabía que tenía que quitarme la ropa antes de que se pegara de la piel ardiente y echarme mucha agua fría. Ese fue quizá el momento más terrible de todos los momentos terribles por los que pasé: ver cómo la piel se me desprendía y quedaba en carne viva, rojísima, brillante, lacerante. (Todavía me estremezco cuando lo recuerdo, rechazo la imagen que me llega, no quiero verla más).  

Estuve a punto de desmayarme pero de algún lado saqué fuerza y pude contenerme. Me senté en el suelo, respiré profundo, me dije que estaba sola y que no podía darme el lujo de perder la consciencia… nadie se iba a enterar de lo que me había pasado si yo no avisaba, así que evité como pude que mi cuerpo cediera en su instinto primario de desconectarse para no sentir. Vinieron chorros de agua y de lágrimas, una angustia que crecía con el ardor, un sentimiento de desprotección sin límite. ¿Qué hacía yo tan lejos de mi casa, de mi madre, de todo lo que alguna vez fue mío? ¿Qué iba a hacer si nadie me contestaba el celular o veía mi mensaje, cómo iba a llegar hasta la clínica si no podía caminar?

Al fin pude comunicarme con una amiga que llegó un rato después, cuando ya estaba cubierta de ampollas. Mientras esperaba, lloré desconsolada y llamé a mi casa por teléfono. En Medellín eran las 6:30 de la mañana, así que fue la primera llamada del día. Me contestó mi mamá todavía medio dormida y yo me desplomé apenas escuché su voz. Pobrecita ella. No alcanzo a imaginar su angustia cuando escuchaba mis sollozos y ese balbuceo en el que trataba de decirle que me había quemado, que dolía lo indecible, que no sabía qué hacer, que por favor se viniera, que estaba sola y desesperada.

Cuando mi amiga Lorena (ya casi mi hermana, adoptada oficialmente por mi familia tras este episodio) llegó, disimuló lo mejor que pudo su impresión por el estado de mi pierna y me dijo sin pensarlo: “vámonos ya para el hospital”. De alguna forma pude caminar las dos cuadras y ahí empezó el suplicio de las curaciones –dos diarias, de las cuales solo la primera me la hicieron en el hospital-, el ritual de lavarme la herida a la mañana y a la noche con un jabón nuevo cada vez y envolverme en papel transparente y gasa para prevenir una infección, el miedo de dormir y lastimarme al moverme, el desconsuelo cada vez que me miraba los primeros días y seguía estando en carne viva.

Pero más allá del dolor y la impotencia, de las semanas sin caminar y los días en que sentía que no iba a ser capaz de seguir lidiando con eso lejos de mi familia; más allá de los litros de lágrimas derramados y los kilos perdidos, he de reconocer que me sentí tremendamente acompañada, que muchos de mis nuevos amigos de aquí y muchos también desde Medellín y otros lugares, hicieron cuanto estuvo en sus manos para que el proceso no fuera tan difícil: me visitaron, me ayudaron con las curaciones, se quedaron a veces a dormir conmigo, me llamaron todos los días, me enviaron su energía día a día, me prepararon la comida, fueron a hacer las compras de la casa y las de la farmacia, me hicieron reír y también lloraron conmigo, me alentaron a no dejar todo tirado, cortaron aloe vera en la calle y me enseñaron a extraer sus cristales, dieron junto a mí los primeros pasos el día que volví a salir luego de un mes de encierro, me consintieron y me ayudaron de todas esas maneras a que no se me fuera por completo la fuerza. Mi casa parecía a veces la cumbre de las Américas y era maravilloso: México, Chile, Colombia, Ecuador, Cuba, confluyeron en Argentina para no dejarme desfallecer. A todos ustedes -los que vinieron, los que llamaron, los que escribieron, los que preguntaron- infinitas gracias por estar ahí y haber sido mi sostén.
***
Ahora ya pasaron casi tres meses, volví a caminar como si nada y sólo me quedaron los trabajos académicos acumulados –de los que estoy saliendo poco a poco- y una cicatriz muy particular ella, en forma de mapa de Argentina. Tanta obsesión por este país me terminó marcando no sólo metafórica, sino también literalmente.

Así es la vida.