martes, 24 de diciembre de 2013

Últimas palabras

Se acabó el viaje y, según parece, también las ganas de escribir. Ellas se fueron antes, hace casi seis meses ya, y no han vuelto. En consecuencia, tengo las palabras atrancadas y muy pocas cosas qué decir que no haya dicho ya. O que no hayan dicho otros, que es casi lo mismo en este tiempo de información pululante.

Ya casi nada es tan especial como para contarlo, aunque como vivencia personal sea maravilloso y reconfortante. Hago hincapié en esto porque son dos cosas distintas. Poder viajar, vivir en otros países, encontrarse de un momento a otro compartiendo con gente de mil lugares, aprendiendo sobre lo que de común y diferente hay en los modos como somos y vivimos, es algo que nadie debería perderse, que abre la mente, que lo sitúa a uno en otra frecuencia y lo dispone a hacer cosas que en la sempiterna seguridad de la tierrita y de la casa, probablemente no haría jamás. Enseña a vivir con poco –a veces con lo mínimo-, a responder en serio por uno mismo, a ser menos orgulloso y más solidario, a no ser ni tan miedoso ni tan melindroso, a descubrir facetas que ni por casualidad se habían contemplado. Yo, por ejemplo, le encontré el gusto a la cocina, y una de las amigas más entrañables que me quedaron después de la experiencia (sí, Zelmilla, es con vos) me mostró que esa transformación no era para nada nimia, que indicaba que no sólo había aprendido a cuidar con esmero de mí misma, sino que ahora lo disfrutaba. Cuando ella me conoció, en una casa en la que compartíamos habitación (otra cosa que nunca había tenido que hacer en la comodidad de mi hogar), yo comía por deber y no muy bien, y ella me miraba perpleja, me convidaba de sus vegetales y se ponía a hablar del montón de significados que tienen los alimentos, su preparación, el acto mismo de alimentarse. He ahí sólo un ejemplo, sencillo y trascendental, de lo que me pasó a mí y por lo que digo que todo aquel que quiera y pueda, debería tomar el riesgo de salir de los confines de su ínfimo universo conocido.

Lo que quizá no deberíamos hacer todos es documentarlo, registrarlo, publicarlo como si fuera la cosa más extraordinaria de la vida. Puede serlo, de la propia, pero es algo que ahora viven tantos, hacen tantos, que es muy poquito lo que aportan nuestras reflexiones de inmigrante, esa contabilidad minuciosa de las primeras semanas, la perplejidad –y hasta el susto- cuando empiezan a llegar las estaciones y los climas extremos desafían todo lo que alguna vez supimos de temperatura corporal. Ante esas cosas generales decimos todos lo mismo, nos quejamos igual, nos defendemos, regañamos a los que nos dicen que se están congelando en Santa Elena* porque ellos no saben lo que es un invierno verdadero, y eso que los que llegamos apenas a La Plata en Argentina tampoco tenemos idea de lo que es el frío polar, cientos de kilómetros más abajo, o el frío perpetuo de los países escandinavos. Pero esas cosas no son importantes y se pueden aprender en Wikipedia o cualquier guía de viaje, y las realmente significativas pueden llegar a ser tan íntimas que tal vez no nos animemos a contarlas o, si sí, tendrían un eco escaso. Eso no tiene nada de malo, ni de grave, claro, pero de tanto ver blogs y actividad en torno a lo mismo en tantas redes sociales, he llegado a sentir que, al menos en mi caso y por un tiempo indefinido, ha llegado el momento de callar.


No sé si es la nostalgia ante la culminación del viaje –del trance-, si simplemente estoy cansada de exhibirme por escrito, o si he descubierto que hay tantos y mejores blogs que el mío sobre gente que se va, que he dejado de encontrarle sentido a mantener este. Entre más navego por el mar de información y datos que es internet, más constato que Kundera tenía razón cuando dijo que “gente hay mucha, ideas pocas”, que “todos pensamos aproximadamente lo mismo”. Él lo dijo por allá, a principios de los noventa, cuando las vidas de personas comunes y corrientes eran todavía bastante anónimas, así que sospecho que no es que esa realidad haya cambiado. Es sólo que ahora es una evidencia aplastante y yo prefiero no seguir redundando, al menos no tan públicamente.

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*Santa Elena es una división rural que pertenece a la ciudad de Medellín, en la que la temperatura promedio es de 14.5°C

viernes, 26 de julio de 2013

Póngale el almita al texto

Ya es hora de volver a decir algo. El silencio es hermoso pero no siempre es bueno. No es bueno cuando se torna permanente. Tampoco cuando es el resultado de un nudo en la garganta. Es horrible querer decir algo y no ser capaz, no atreverse. Es casi peor sentirse obligado a enmudecer, sentir que cualquier cosa que se diga carecerá de sentido o podrá ser usado en tu contra. 

Un poco de todo eso me estuvo pasando en este tiempo. Eso y que las obligaciones académicas se han empeñado en absorberme y monopolizar mi capacidad de articular ideas por escrito. Cuando todo se vuelve tan serio, me empiezan a doler los dedos, me entristezco. No quiero que todo sea rigurosidad y fuentes citadas, me resisto a escribir únicamente artículos y capítulos de tesis. Por necesario y relevante que eso sea, hay algo que le falta; y eso que yo trato de ponerle almita a mis trabajos, de soltar aquí y allá algún subtítulo sugerente, de darle un ritmo cadencioso a las palabras, de jugar con sentidos dobles y hasta triples. 

De vez en cuando me encuentro con profesores que celebran esos pequeños guiños literarios, pero hay otros -casi siempre los más jóvenes-, que condenan mi tendencia a mezclar estilos y dicen, a veces con razón, que el trabajo analítico queda subsumido en los ejericios estilísticos. Ahora que lo pienso bien, esto me pasó desde muy temprano: en uno de los primeros cursos de la universidad, un profesor, cuando fui a preguntarle por qué había sacado 3.5 en un trabajo que me entregó sin una sola observación, me dijo: "Ah, vos sos la que escribe como Andrés Caicedo". Yo no supe si saltar en una pata de la felicidad por la comparación o sentarme a llorar porque iba a ser un fracaso en la academia.

Al final, no salieron tan mal las cosas y fui encontrando una especie de equilibrio entre decir las cosas bien y decirlas también bonito. A veces no logro ni lo uno ni lo otro, pero bueno... lo sigo intentado. 


martes, 12 de marzo de 2013

Escribir es otra forma de callar

Varios reclamos sutiles me han hecho ya por lo abandonado que tengo el blog. Qué cosa sorprendente esa, que haya gente que se acostumbra a leerlo a uno y hasta lo extraña. Cuando empecé a publicar cositas que se me iban ocurriendo, no me imaginé que fueran a tener muchos lectores, y menos que algunos de ellos se iban a volver casi asiduos. Ahora que existen y me dicen que por qué no he vuelto a escribir, que los tengo decepcionados, se me abren algunos interrogantes sobre esa relación tan persistente pero a la vez tan inestable con la escritura que he tenido desde niña.

Comencé a escribir muy chiquita, quizá de tanto leer y también porque hablar me daba alguito de miedo, no me fluía gran cosa. En cambio llenar hojas con palabras me parecía de lo más sencillo, iba saliendo así nomás, como si todo eso que no decía a viva voz quisiera salir de otra forma, una silenciosa e íntima, pero exterior al fin y al cabo.

Lo que sí es un hecho desde esa escritura temprana es que acontece cuando quiero, por oleadas espontáneas, y sólo a fuerza de mucha disciplina consigo domeñarla para que sirva a los trabajos académicos  u otras producciones más formales, pero no es lo mismo. Por más que disfrute de escribir y, a fuerza de tanto hacerlo, haya terminado por adquirir cierta habilidad y corrección en su ejecicio, sería incapaz de convertirme oficialmente en escritora e incluso quienes se dedican a ser columnistas semanales de revistas o periódicos me despiertan tanta admiración como perplejidad, pues no me imagino a mí misma teniendo la responsabilidad de entregar puntualmente un texto cada ocho días, incluso si el tema es libre. 

La meta que me puse cuando abrí el blog fue redactar al menos una entrada por mes, y ni eso he logrado cumplirlo, aunque tal vez se compensen los vacíos de algunos meses con aquellos otros en que publiqué dos o tres texticos. La verdad es que pensé que eso no iba a importarle a nadie ni sería notorio y es por eso que me ha resultado tan sorprendente que haya unos cuantos amigos que me preguntan cuándo es que voy a volver a escribir. Menos mal son amigos y no editores. Menos mal son personas a quienes simplemente les gusta leerme, pero no se lucran (como tampoco lo hago yo) de mis palabras. Ser escritor de tiempo completo, así, como un trabajo, debe ser de las cosas más difíciles del mundo.

Seguiré prefiriendo que escribir sea otra cosa, una forma de callar, pero expresando; un silencio con sentido que puede durar y ser leído aunque no suene, aunque no tenga eco. Escribiré cuando llegue el momento, cuando sienta que quiero o necesito hacerlo. Algo distinto no puedo prometer. 

Volví para decir esto, para pedir disculpas y también paciencia, para dar las gracias a los que leen, y disculparme por las molestias ocasionadas.