Jamás imaginé que las montañas iban a llegar a hacerme falta. Eran a tal punto parte de mi vida cotidiana que no tenía la más mínima consciencia de lo importantes que se habían vuelto para mí. Pero bastaron unos días en Buenos Aires y mi primer viaje a La Plata para empezar a sentir que había algo demasiado extraño en ese nuevo paisaje, algo que no tenía nada que ver con la arquitectura, la cual sabía muy distinta de antemano. Lo que se me hacía rarísimo era la ausencia de montañas y de los innumerables tonos de verde que crecí viendo en mi ciudad y que me acompañaron en casi todos mis viajes por Colombia, pues la cordillera de los Andes nos atraviesa de lado a lado y es raro ir a algún sitio desde el que ninguna protuberancia en la tierra pueda divisarse. Tanta planicie sólo conseguía asociarla con la Costa Atlántica y, más especpificamente, con Ciénaga (Magdalena), vaya uno a saber por qué.
Hay algo de angustiante en el horizonte infinito, en esa inmensidad en la que se juntan tierra y cielo a lo lejos sin que nada se interponga. Hay también mucha monotonía, demasiado de lo mismo, una uniformidad que cansa. Las montañas le dan al espacio colores y formas muy variados y lo dotan de una inmensidad distinta, menos infranqueable, aunque escarpada.
Extrañar esas sinuosidades me hizo percatarme de la influencia que ejercieron en mí los símbolos antioqueños, especialmente el himno, que canté siempre tan alegre y que de lo primero que habla es de la libertad y las montañas, dos cosas muy valiosas. Y entonces descubrí que por más que tiendo a ser desapegada, hay cosas que no pueden no hacer falta en la distancia y me descubrí triste ante la visión de tantísimo horizonte.
--------------------------------------------
Arriba, Medellín, su cielo y las montañas que extraño. Abajo, las montañas de Córdoba que me alegraron las vacaciones.