No es que las cosas pasen cuando tienen que pasar: pasan cuando pasan, simplemente, y lo que importa es lo que cada uno hace con aquello que sucede.
Venir a Argentina, por ejemplo, fue algo que anhelé durante largo tiempo y que hubiera podido hacer -de haber contado con la suficiente valentía- mucho antes. Pero no. Innumerables razones me llevaron al aplazamiento: antes de los 16, no tenía ni el dinero ni la autonomía suficientes para tomar semejante decisión y después, habiendo empezado a estudiar en la Universidad, pensé que era mejor terminar la carrera primero, y entre tanto llegaron los amores y el trabajo y cada año, entre más decisiones tomaba, más lejos quedaba ese deseo adolescente y literario de habitar en la tierra que había visto nacer a mis más ilustres e impersonales mentores.
Tuvo que venir mi hermano antes para que yo me sacudiera, para despertar de mi letargo y revivir con una intensidad desconocida mis ganas de Sur. El incómodo prodigio estaba obrado. Removí todo lo que lenta pero implacablemente había comenzado a anquilosarse y comencé una seguidilla de rupturas que un día de octubre, por una ilusión de estabilidad laboral, dejé en suspenso. Crecer tiene muchas trampas y las peores se activan cuando uno tiene un título y todas las expectativas propias y ajenas advienen como imperativos de seguridad, de crecimiento profesional, de ascenso económico. Ya no está uno para alimentar sueños infantiles, menos en un país que ofrece tan pocas oportunidades como el mío, en el que todo reconocimiento y oferta de trabajo tiende a ser valorado por encima de cualquier cosa, considerándose casi pecado rechazar labores que estén bien remuneradas porque uno no siente que allí vaya a ser feliz. La felicidad no sólo parece un lujo para pocos sino una elección ociosa y romántica, más digna de lástima que de admiración o aprobación.
Dejé todo en suspenso otra vez aunque el impulso me había alcanzado para buscar unas cuantas maestrías que parecían interesantes y escribir correos preguntando por condiciones y precios. Fue un primer paso minúsculo, pero que tuvo su importancia después, cuando tras un semestre de una maestría carísima -como todas en Colombia- que no me había gustado y la idea de cambiarme a otra más costosa todavía, supe con todo mi cuerpo y sin asomo de duda que era ahora o nunca. Tenía 27 años, un novio maravilloso y un gato, vivía sola en un apartamento alquilado pero que me gustaba, había pasado por un año extrañísimo -de cierta bonanza pero de muchas angustias- y estaba cerrando un ciclo en el trabajo más terrible que tuve jamás.No era fácil -nunca iba a ser fácil- pero esa "impresión cataléptica" (de la que habla Sexto Empírico, y que Martha Nussbaum retoma para explicar el conocimiento del amor) estaba ahí, irrefutable, diáfana, imperiosa: Ahora o nunca.
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Sobre la impresión cataléptica y el conocimiento del amor:
http://saavedrafajardo.um.es/WEB/archivos/Antioquia/011/Antioquia-011-05.pdf