Se acabó el viaje y, según
parece, también las ganas de escribir. Ellas se fueron antes, hace casi seis
meses ya, y no han vuelto. En consecuencia, tengo las palabras atrancadas y muy
pocas cosas qué decir que no haya dicho ya. O que no hayan dicho otros, que es
casi lo mismo en este tiempo de información pululante.
Ya casi nada es tan especial como
para contarlo, aunque como vivencia personal sea maravilloso y reconfortante. Hago
hincapié en esto porque son dos cosas distintas. Poder viajar, vivir en otros
países, encontrarse de un momento a otro compartiendo con gente de mil lugares,
aprendiendo sobre lo que de común y diferente hay en los modos como somos y
vivimos, es algo que nadie debería perderse, que abre la mente, que lo sitúa a
uno en otra frecuencia y lo dispone a hacer cosas que en la sempiterna
seguridad de la tierrita y de la casa, probablemente no haría jamás. Enseña a vivir
con poco –a veces con lo mínimo-, a responder en serio por uno mismo, a ser
menos orgulloso y más solidario, a no ser ni tan miedoso ni tan melindroso, a
descubrir facetas que ni por casualidad se habían contemplado. Yo, por ejemplo,
le encontré el gusto a la cocina, y una de las amigas más entrañables que me
quedaron después de la experiencia (sí, Zelmilla, es con vos) me mostró que esa
transformación no era para nada nimia, que indicaba que no sólo había aprendido
a cuidar con esmero de mí misma, sino que ahora lo disfrutaba. Cuando ella me
conoció, en una casa en la que compartíamos habitación (otra cosa que nunca
había tenido que hacer en la comodidad de mi hogar), yo comía por deber y no
muy bien, y ella me miraba perpleja, me convidaba de sus vegetales y se ponía a
hablar del montón de significados que tienen los alimentos, su preparación, el
acto mismo de alimentarse. He ahí sólo un ejemplo, sencillo y trascendental, de
lo que me pasó a mí y por lo que digo que todo aquel que quiera y pueda,
debería tomar el riesgo de salir de los confines de su ínfimo universo
conocido.
Lo que quizá no deberíamos hacer
todos es documentarlo, registrarlo, publicarlo como si fuera la cosa más
extraordinaria de la vida. Puede serlo, de la propia, pero es algo que ahora
viven tantos, hacen tantos, que es muy poquito lo que aportan nuestras
reflexiones de inmigrante, esa contabilidad minuciosa de las primeras semanas,
la perplejidad –y hasta el susto- cuando empiezan a llegar las estaciones y los
climas extremos desafían todo lo que alguna vez supimos de temperatura
corporal. Ante esas cosas generales decimos todos lo mismo, nos quejamos igual,
nos defendemos, regañamos a los que nos dicen que se están congelando en Santa
Elena* porque ellos no saben lo que es un invierno verdadero, y eso que los que
llegamos apenas a La Plata en Argentina tampoco tenemos idea de lo que es el
frío polar, cientos de kilómetros más abajo, o el frío perpetuo de los países
escandinavos. Pero esas cosas no son importantes y se pueden aprender en Wikipedia
o cualquier guía de viaje, y las realmente significativas pueden llegar a ser
tan íntimas que tal vez no nos animemos a contarlas o, si sí, tendrían un eco
escaso. Eso no tiene nada de malo, ni de grave, claro, pero de tanto ver blogs
y actividad en torno a lo mismo en tantas redes sociales, he llegado a sentir
que, al menos en mi caso y por un tiempo indefinido, ha llegado el momento de
callar.
No sé si es la nostalgia ante la
culminación del viaje –del trance-, si simplemente estoy cansada de exhibirme
por escrito, o si he descubierto que hay tantos y mejores blogs que el mío
sobre gente que se va, que he dejado de encontrarle sentido a mantener este. Entre
más navego por el mar de información y datos que es internet, más constato que
Kundera tenía razón cuando dijo que “gente hay mucha, ideas pocas”, que “todos
pensamos aproximadamente lo mismo”. Él lo dijo por allá, a principios de los
noventa, cuando las vidas de personas comunes y corrientes eran todavía
bastante anónimas, así que sospecho que no es que esa realidad haya cambiado. Es
sólo que ahora es una evidencia aplastante y yo prefiero no seguir redundando,
al menos no tan públicamente.
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*Santa Elena es una división rural
que pertenece a la ciudad de Medellín, en la que la temperatura promedio es de
14.5°C