Una bomba en Bogotá, muertos, heridos, terror. No es que esto me haya idignado más que otras cosas, que estas víctimas se me hagan más importantes por estar en una ciudad. No. Quienes me conocen saben que los estragos del conflicto y la violencia sin tregua de Colombia me duelen siempre, cada día, que últimamente hasta me dedico a estudiar lo que ha pasado a ver si al menos entiendo alguna cosa. Y todavía no, pero sigo en el camino.
Lo de ayer me tocó de otra manera porque removió recuerdos profundos y dolorosos, me hizo revivir la sensación de zozobra con la que crecí, el miedo de todo, los estruendos que sonaban casi siempre lejos pero que una noche llegaron a escasas cuadras de la puerta de mi casa. Yo tenía diez años, eran las siete de la noche, habían acabado de servirme la comida (spaggettis, ¡cómo olvidarlo!) y estaba con mis hermanos, uno de siete, que también comía, y el otro de meses, que gateaba por el cuarto. Nos disponíamos a ver Carrusel -un programa infantil que no nos perdíamos-, estaban dando el comercial de Marcelino Pizza y Vino que lo antecedía cada tarde cuando se vino el estallido, la oscuridad absoluta, los gritos de mi madre preguntando por el bebé, yo tirando el plato, corriendo a buscarlo a tientas en el punto de la habitación donde lo había visto segundos antes, cargándolo mientras lloraba. Reunirnos todos, buscar una linterna, corroborar que la ventana de la sala y la del cuarto de mis padres habían volado por completo, que la cama de ellos (donde mi papá estaba acostado mirando un noticiero) estaba llena de vidrios pero él había alcanzado a saltar sin que le pasara nada. Salir a la calle, preguntar, hablar con los vecinos, oír que había heridos, que a una muchacha que pasaba se le incrustaron mil esquirlas en el cuerpo, que la bomba era por esto o por lo otro, que la pusieron junto a un poste de luz, que habían sido 10 o 30 kilos de explosivos.
Era tarde, demasiado como para conseguir quién reparara las ventanas, así que tuvimos que pasar la noche sin vidrios, temiendo que algo más pasara, que alguien entrara aprovechando que, aunque estábamos en un edificio, el piso era bajo y había quedado a merced del frío y los ladrones. Tuvimos que encerrarnos todos en un ala de la casa, la del otro lado, en la que las ventanas habían resistido. Mamá, papá y tres niños asustados guardando todo lo que tuviera algún valor en un solo cuarto, acostados en la misma cama, abrazados y sin dormir mucho, esperando que amaneciera para ver qué otros daños había, qué nuevas noticias se tenían y llamar a alguien que reparara las ventanas y les pusiera un vidrio reforzado. La vida tenía que seguir, con precauciones cada vez más extremas, pero seguir.
***
A veces parece que lo olvidara, pero la verdad es que toda la vida he tenido miedo. Por eso fue tan bello ese momento fugaz, cuando llegué a vivir a La Plata, en que me sentí tranquila, caminé sin temores por las calles de una ciudad en plena madrugada con los audífonos puestos, sin ninguna clase de paranoia. Duró poco, fue una sensación basada en el desconocimiento y la fascinación de la novedad, pero por fortuna no me pasó nada y alcancé a saber por un instante lo que se siente ir por la vida sin tener miedo.
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