Se
me va la vida parodiando títulos, lo sé. Usaré en mi defensa a Kundera, quien
sabiamente dijo: “Gente hay
mucha, ideas pocas: todos pensamos aproximadamente lo mismo y las ideas nos las
traspasamos, las pedimos prestadas, las robamos”
Esta
vez el parodiado es Gonzalo Arango (1), que tuvo su momento de soledad con Medellín
y le dedicó algunas de las palabras más bonitas que le han dicho a esa ciudad
de contrastes y pasiones. No pude evitar pensar en “Medellín, a solas contigo” a
partir de mi experiencia de los últimos días en Buenos Aires, ciudad que ha
vuelto a recibirme momentáneamente antes del viaje de vacaciones a Colombia.
A
diferencia de mi primera vez como su habitante de tiempo completo, llego a un
lugar que ya conozco, que puedo recorrer sin preguntar…
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Sola
en Buenos Aires. Sola y en una casa vacía. La ciudad, mi soledad y yo hechas
una cada noche, rodeadas de silencio y de un viento que llora en vez de silbar,
que por momentos parece gritar. Oscuridad parcial y una ventana en un piso muy
alto, edificios que se apiñan unos sobre otros y que no me permiten ver ni
siquiera el Obelisco, pese a que la zona en que se encuentra debería estar –al
menos en teoría- dentro del campo visual que esta altura me otorga.
Cemento
y más cemento, y montones de lucecitas rojas que titilan y se burlan de mi
incomunicación forzada, me recuerdan que allá afuera hay miles de casas que
cuentan con televisión satelital e internet, mientras yo a duras penas cuento
con una lámpara para moverme por la casa. Con el paso de los días he dejado de
necesitarla. El espacio es pequeño y no hay mucho con lo que pueda tropezarme,
así que prefiero apagarla para hacerla cómplice de la oscuridad.
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Ah,
la oscuridad, ese bien tan escaso desde hace poco menos de un mes, cuando la
primavera decidió vestirse presurosamente de verano y hacer que los días sean
larguísimos y las noches de una brevedad que me agobia y me entristece porque
soy de esos seres tipo gato, que prefieren el silencio y la penumbra, que no saben
qué hacer con tanto calor y tanta luz. Pero Argentina es así, un país con
estacione, de extremos, y me dio ya su cuota de días helados y grises que
también fueron difíciles porque yo estaba acostumbrada a días –digamos–
balanceados, con sol entre las 6 y las 18 y oscuridad las 12 horas siguientes.
Pero qué se le va a hacer, es el karma de vivir al sur que tengo que asumir por
haber abandonado el centro de la tierra.
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Vuelvo
a Buenos Aires y mi soledad en ella. Del cemento he dicho suficiente, pero no
hablé todavía del ritmo de las calles, de su “acelere” perpetuo, ese estado
vertiginoso que no se detiene ni en domingo. Ayer salí a caminar por Corrientes
y estaba igual que en un día se semana, con mares de gente que caminaban
también, iban al teatro, buscaban libros, miraban un partido de fútbol, y no
uno cualquiera, pues la emoción podía respirarse y su causa estaba reflejada en
esas camisetas azules y amarillas que muchos lucían con orgullo y felicidad,
haciendo de cualquier esquina o café un ámbito de complicidad y camaradería.
Buenos Aires ayer se llamaba Boca Juniors, o al menos eso decía el eco de los
cánticos que brotaban por donde quiera que pasaba y que en la 9 de Julio con
Corrientes tomaba cuerpo en una masa cargada de banderas que celebraba cada gol
como si su vida toda dependiera del resultado del partido. Y tal vez lo hace, o
al menos lo parece en esos 90 minutos en los que ninguna otra cosa importa y
sólo puede respirarse una pasión que vibra y que los une a todos por un rato,
los saca del cacareado individualismo porteño.
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Recordé
que siempre me ha parecido mágico ese efecto de cohesión que propicia el fútbol
y que disfruto enormemente de esos momentos de finales nacionales o mundiales
cuando uno sabe que en cada casa hay al menos una persona frente al televisor,
con la vida suspendida mientras el partido se juega, y son entonces millones de
personas listas para lamentarse o celebrar lo que suceda. Pocas cosas me
sobrecogen tanto como el grito generalizado de “goooooooooooooool” o la
exclamación de un “Uhhhh” cuando algo sale mal, y que hacen eco sobre la
ciudad, un eco espontáneo que producen todas esas voces que se expresan al
unísono sin haberse puesto de acuerdo previamente, sin estar reunidas en ningún
lugar particular, estando por una vez cada tanto tiempo conectadas en torno a
lo mismo, a un ideal superfluo quizá, pero que da cuenta de que existe al menos
la posibilidad de comunión, aunque no dure. Lo efímero no quita lo sublime.
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Cosas
así me hace pensar Buenos Aires cuando estoy a solas con ella, y otras tantas
que tal vez escriba después, cuando el cansancio deje de vencerme.
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