lunes, 5 de diciembre de 2011

Buenos Aires, a solas con vos


Se me va la vida parodiando títulos, lo sé. Usaré en mi defensa a Kundera, quien sabiamente dijo: “Gente hay mucha, ideas pocas: todos pensamos aproximadamente lo mismo y las ideas nos las traspasamos, las pedimos prestadas, las robamos”

Esta vez el parodiado es Gonzalo Arango (1), que tuvo su momento de soledad con Medellín y le dedicó algunas de las palabras más bonitas que le han dicho a esa ciudad de contrastes y pasiones. No pude evitar pensar en “Medellín, a solas contigo” a partir de mi experiencia de los últimos días en Buenos Aires, ciudad que ha vuelto a recibirme momentáneamente antes del viaje de vacaciones a Colombia.

A diferencia de mi primera vez como su habitante de tiempo completo, llego a un lugar que ya conozco, que puedo recorrer sin preguntar…

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Sola en Buenos Aires. Sola y en una casa vacía. La ciudad, mi soledad y yo hechas una cada noche, rodeadas de silencio y de un viento que llora en vez de silbar, que por momentos parece gritar. Oscuridad parcial y una ventana en un piso muy alto, edificios que se apiñan unos sobre otros y que no me permiten ver ni siquiera el Obelisco, pese a que la zona en que se encuentra debería estar –al menos en teoría- dentro del campo visual que esta altura me otorga.

Cemento y más cemento, y montones de lucecitas rojas que titilan y se burlan de mi incomunicación forzada, me recuerdan que allá afuera hay miles de casas que cuentan con televisión satelital e internet, mientras yo a duras penas cuento con una lámpara para moverme por la casa. Con el paso de los días he dejado de necesitarla. El espacio es pequeño y no hay mucho con lo que pueda tropezarme, así que prefiero apagarla para hacerla cómplice de la oscuridad.

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Ah, la oscuridad, ese bien tan escaso desde hace poco menos de un mes, cuando la primavera decidió vestirse presurosamente de verano y hacer que los días sean larguísimos y las noches de una brevedad que me agobia y me entristece porque soy de esos seres tipo gato, que prefieren el silencio y la penumbra, que no saben qué hacer con tanto calor y tanta luz. Pero Argentina es así, un país con estacione, de extremos, y me dio ya su cuota de días helados y grises que también fueron difíciles porque yo estaba acostumbrada a días –digamos– balanceados, con sol entre las 6 y las 18 y oscuridad las 12 horas siguientes. Pero qué se le va a hacer, es el karma de vivir al sur que tengo que asumir por haber abandonado el centro de la tierra.

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Vuelvo a Buenos Aires y mi soledad en ella. Del cemento he dicho suficiente, pero no hablé todavía del ritmo de las calles, de su “acelere” perpetuo, ese estado vertiginoso que no se detiene ni en domingo. Ayer salí a caminar por Corrientes y estaba igual que en un día se semana, con mares de gente que caminaban también, iban al teatro, buscaban libros, miraban un partido de fútbol, y no uno cualquiera, pues la emoción podía respirarse y su causa estaba reflejada en esas camisetas azules y amarillas que muchos lucían con orgullo y felicidad, haciendo de cualquier esquina o café un ámbito de complicidad y camaradería. Buenos Aires ayer se llamaba Boca Juniors, o al menos eso decía el eco de los cánticos que brotaban por donde quiera que pasaba y que en la 9 de Julio con Corrientes tomaba cuerpo en una masa cargada de banderas que celebraba cada gol como si su vida toda dependiera del resultado del partido. Y tal vez lo hace, o al menos lo parece en esos 90 minutos en los que ninguna otra cosa importa y sólo puede respirarse una pasión que vibra y que los une a todos por un rato, los saca del cacareado individualismo porteño.        

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Recordé que siempre me ha parecido mágico ese efecto de cohesión que propicia el fútbol y que disfruto enormemente de esos momentos de finales nacionales o mundiales cuando uno sabe que en cada casa hay al menos una persona frente al televisor, con la vida suspendida mientras el partido se juega, y son entonces millones de personas listas para lamentarse o celebrar lo que suceda. Pocas cosas me sobrecogen tanto como el grito generalizado de “goooooooooooooool” o la exclamación de un “Uhhhh” cuando algo sale mal, y que hacen eco sobre la ciudad, un eco espontáneo que producen todas esas voces que se expresan al unísono sin haberse puesto de acuerdo previamente, sin estar reunidas en ningún lugar particular, estando por una vez cada tanto tiempo conectadas en torno a lo mismo, a un ideal superfluo quizá, pero que da cuenta de que existe al menos la posibilidad de comunión, aunque no dure. Lo efímero no quita lo sublime.

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Cosas así me hace pensar Buenos Aires cuando estoy a solas con ella, y otras tantas que tal vez escriba después, cuando el cansancio deje de vencerme. 



(1) Aquí, "Medellín, a solas contigo": http://www.gonzaloarango.com/ideas/medellin.html

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