No me tocó la balacera del 7 de febrero estando en casa, pero todos dicen que fue aterradora y demasiado larga. Una explosión primero y luego disparos aquí y allá, de sonidos variados, de resonancias más o menos hondas que permitían inferir que el enfrentamiento era entre varios combos y que había toda una gama de armas diferentes, peligrosísimas todas, de esas que cada vez tienen más largo alcance.
Yo estaba en la calle con unos amigos y eso era casi peor que estar con mi familia en la casa, pues si por casualidad venía llegando en ese instante, alguna cosa horrible me podía suceder. La cosa horrible sería, por supuesto, que una bala perdida (una más perdida que todas las que estaban saliendo a ráfagas) me encontrara en el camino y me dejara tendida por ahí, herida o muerta según lo que el azar llegara a disponer. Previendo tan trágico destino, mi hermano me llamó a preguntarme dónde estaba, me avisó lo que pasaba y me dijo que no me demorara... al menos no mucho. Tenía que demorarme un poco, calcular al tanteo los minutos del peligro porque irme en ese momento era arriesgarme, pero quedarme afuera mucho rato también. Recordé entonces cuando el que no había llegado era él y las que llamábamos a hacer las advertencias éramos mi madre y yo, y que es una historia de todos los días en esta puta ciudad que se llama Medellín, que adoro con toda el alma pero en la que siempre, siempre, he tenido miedo.
El lunes la balacera fue en Belén, pero las hay cada semana aquí o allá, y las balas más perdidas (porque todas lo son) alcanzan a niños, a estudiantes en plena Facultad, a muchachas que ven televisión en la sala de su casa, a señores que vuelven del trabajo en Metrocable. A veces las cosas se calman y a uno hasta se le olvida que el peligro está acechando, pero eventos así, donde lo que se oyen no son tres tiros de sicario sino los ecos continuados de un enfrentamiento, nos recuerdan que aunque mucho se ha hecho aquí no se ha solucionado nada.
Siempre quise creer en el eslogan de Fajardo, ese que repitió en sus viajes por el mundo: "Medellín, del miedo a la esperanza", pero aunque es verdad que la esperanza ha empezado a ganar terreno, también lo es que el miedo persiste y es inmenso. El eslogan es muy bonito y expresa una esperanza en sí mismo, pero no nos lo podemos creer. No podemos ni aunque queramos, porque la realidad -implacable como siempre- está ahí para mostrarnos que no se ha dado un paso desde lo uno hacia lo otro, como cosas que se dejan atrás. Sin embargo, la mera coexistencia indica ya que el miedo no prevalece solito sobre nuestro valle de lágrimas, y eso, aunque no sea victoria, ya es ganancia: una pequeñita, pero que se puede potenciar.
Contada así, reconociendo más bien que Medellín está entre el miedo y la esperanza, veo una historia en la que puedo creer y de la que quiero hacer parte a ver si alguna vez se puede decir lo otro con plena convicción, habiendo pasado de verdad de un lado al otro.
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(Imagen 1 tomada de: http://www.ecbloguer.com/revelacionesdelbajomundo/p=2714)
Esto me parece súper fuerte. En mi infancia en Cali alguna vez vi una pelea de pandilleros que se entrentaron a 'chuzo' en la cancha en la que yo solía jugar fútbol, pero era más bien una pantomima. Lo que cuenta aquí es espeluznante y como ya me he acostumbrado a decir, desesperanzador.
ResponderEliminarEs además una pequeña muestra de lo que pasa en Colombia, conflicto con otras características, agenciado en las ciudades y cerca, al lado nuestro. Ya no vale la pena hablar de eso, pero el maldito miedo se burla de nosotros.