Ser mujer fue algo que simplemente me pasó. Mi padre puso su cromosoma
"x" y, plaff, resultó que su primogénita fue una niña, aunque el
nombre que siempre había pensado para tan importante ocasión era masculino. Por
fortuna después llegaron mis hermanos, ambos varones, y pudo usar su amado
nombre (reflejo en pequeño del suyo) sin hacer maromas.
Igual algo de ese deseo de que fuera niño me transmitió, unas dosis de
manera inconsciente y otras cuantas cuando, en cada cumpleaños me cantaba o me
hacía cantar "Niña bonita", pretendiendo que semejante confesión me
hiciera feliz. No sé si conocen la canción pero, para que sepan, empieza
diciendo lo siguiente:
Yo creo que a todos los hombres
les debe pasar lo mismo
que cuando van a ser padres
quisieran tener un niño
Luego les nace una niña
sufren una decepción
y después la quieren tanto
que hasta cambian de opinión.
Cada cumpleaños -lo confieso- terminaba secretamente enojada, y a eso
de los once comencé a protestar oficialmente por esa dedicatoria obligada que
al final decía que a uno lo querían mucho, pero casi que por pura resignación.
Igual no hubo poder humano que impidiera que mi papá siguiera vinculándome con
ella y todavía jura y come tierra que es la canción más bella que un padre
puede dedicarle a su hija. Y yo aprendí a quererlo así.
El caso es que jamás fui demasiado femenina, jugaba fútbol cuando no
estaba de moda entre las mujeres, me vestía con ropa bastante ancha y alguna
vez uno de esos niños que derrochan sinceridad, luego de mirarme fijamente por
varios minutos tuvo que preguntarme que yo qué era: si niño o niña (para
entonces yo tendría unos trece años). Claro que también tuve muñecas, vestí
barbies, me puse tiernos vestiditos, pero a la larga me hacían más feliz los
planes más gamines y me gustaba salir a correr por el barrio o montar en
patines que reunirme con mis amigas a jugar con el pequeño pony.
Mi mamá, pese a que me miraba con cierto desconsuelo, nunca me impidió
que hiciera lo que quería, no me obligó a quedarme quietecita y bien sentada,
no se enojó cuando le dije que yo con mucho gusto le ayudaba a organizar la
casa si mis hermanos también lo hacían y, en una muestra de estoicismo supremo,
se resignó ante mi negativa rotunda a tener fiesta de 15. A esas alturas,
parece que comprendió que ya nada podía hacer para cambiarme y convertirme en
muñequita y decidió quererme así, tan impulsiva y repelente como era.
Hoy me puse a pensar en esto por aquello del día de la mujer, del que
han hablado todo el día en las redes sociales -unos dejando flores virtuales,
otros burlándose, unos cuantos más recordando el sentido histórico de esta
fecha y muchas también expresando la molestia que les causa-.
Me dio por hacer memoria y recordé que durante mucho tiempo peleé con
la idea de ser mujer, me daba rabia sentirme más débil, odiaba menstruar, me
indignaba tener que disfrazarme para asistir a ciertos lugares y fui mil veces
impertinente cuando pretendieron que yo supiera hacer cosas domésticas por el
simple hecho de ser niña. Un poco tarde me llegó la aceptación también a mí,
comencé a ver el mundo y a encontrarme con mujeres encantadoras que me
mostraron que hay muchas maneras de ejercer la feminidad, que no hay que
renegar de lo rosado para trascender los estereotipos, que hay muchos hombres
que respetan y admiran a las mujeres inteligentes y valientes, que no es verdad
que todos las prefieran brutas y rubias y que, por lo demás, pocas son así.
Tuve la fortuna de que me permitieran ser como quise, de que no me
metieran en moldes y ahora que ya he vivido media existencia puedo afirmar sin
dudarlo que me gusta ser mujer, tener la sensibilidad alborotada, compartir la
histeria con mis amigas, poder conseguir pequeñas cosas con una simple mirada,
ser cuidada y cuidar a otros, hacer cada día lo que se me canta.
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