Llevo días –meses ya- intentando
escribir sobre la quemadura que sufrí en agosto de este año. Todos los intentos han fallado, unos porque me
avasallan los recuerdos y me quedo sin palabras, y otros porque simplemente no
me gusta lo que sale.
Fue un jueves muy temprano, uno
de esos días que empiezan como todos pero que en un instante cambian el curso
de tu vida, alteran cualquier orden conocido y te recuerdan de la manera más
cruda que estar vivo puede llegar a doler mucho.
No voy a entrar en detalles que
he contado mil veces acerca de cómo pasó. Diré simplemente que iba a hacerme un
café, que calenté el agua más de la cuenta, que puse la taza donde no debía y
que por descuido y torpeza terminé volcándome toda el agua encima. En realidad ya era café, ya olía rico, a Colombia. Pero Colombia se me vino encima y me laceró de la manera más literal que lo ha hecho hasta ahora, me produjo el peor de los dolores que he sentido jamás.
Entre ese momento y aquel en que
por fin llegó alguien a ayudarme –era temprano, estaba sola en mi casa, casi no
encuentro quién pudiera venir hasta mi casa- todo es borroso. Sé que por un
instante me pareció salir de mí, no podía creer lo que pasaba y lo que sentía;
corrí al baño porque algo en mi memoria se activó y sabía que tenía que
quitarme la ropa antes de que se pegara de la piel ardiente y echarme mucha
agua fría. Ese fue quizá el momento más terrible de todos los momentos
terribles por los que pasé: ver cómo la piel se me desprendía y quedaba en
carne viva, rojísima, brillante, lacerante. (Todavía me estremezco cuando lo
recuerdo, rechazo la imagen que me llega, no quiero verla más).
Estuve a punto de desmayarme pero
de algún lado saqué fuerza y pude contenerme. Me senté en el suelo, respiré
profundo, me dije que estaba sola y que no podía darme el lujo de perder la
consciencia… nadie se iba a enterar de lo que me había pasado si yo no avisaba,
así que evité como pude que mi cuerpo cediera en su instinto primario de
desconectarse para no sentir. Vinieron chorros de agua y de lágrimas, una angustia
que crecía con el ardor, un sentimiento de desprotección sin límite. ¿Qué hacía
yo tan lejos de mi casa, de mi madre, de todo lo que alguna vez fue mío? ¿Qué
iba a hacer si nadie me contestaba el celular o veía mi mensaje, cómo iba a
llegar hasta la clínica si no podía caminar?
Al fin pude comunicarme con una
amiga que llegó un rato después, cuando ya estaba cubierta de ampollas. Mientras
esperaba, lloré desconsolada y llamé a mi casa por teléfono. En Medellín eran
las 6:30 de la mañana, así que fue la primera llamada del día. Me contestó mi
mamá todavía medio dormida y yo me desplomé apenas escuché su voz. Pobrecita
ella. No alcanzo a imaginar su angustia cuando escuchaba mis sollozos y ese
balbuceo en el que trataba de decirle que me había quemado, que dolía lo
indecible, que no sabía qué hacer, que por favor se viniera, que estaba sola y
desesperada.
Cuando mi amiga Lorena (ya casi
mi hermana, adoptada oficialmente por mi familia tras este episodio) llegó,
disimuló lo mejor que pudo su impresión por el estado de mi pierna y me dijo
sin pensarlo: “vámonos ya para el hospital”. De alguna forma pude caminar las
dos cuadras y ahí empezó el suplicio de las curaciones –dos diarias, de las
cuales solo la primera me la hicieron en el hospital-, el ritual de lavarme la
herida a la mañana y a la noche con un jabón nuevo cada vez y envolverme en
papel transparente y gasa para prevenir una infección, el miedo de dormir y
lastimarme al moverme, el desconsuelo cada vez que me miraba los primeros días
y seguía estando en carne viva.
Pero más allá del dolor y la
impotencia, de las semanas sin caminar y los días en que sentía que no iba a
ser capaz de seguir lidiando con eso lejos de mi familia; más allá de los
litros de lágrimas derramados y los kilos perdidos, he de reconocer que me
sentí tremendamente acompañada, que muchos de mis nuevos amigos de aquí y muchos
también desde Medellín y otros lugares, hicieron cuanto estuvo en sus manos
para que el proceso no fuera tan difícil: me visitaron, me ayudaron con las
curaciones, se quedaron a veces a dormir conmigo, me llamaron todos los días,
me enviaron su energía día a día, me prepararon la comida, fueron a hacer las
compras de la casa y las de la farmacia, me hicieron reír y también lloraron
conmigo, me alentaron a no dejar todo tirado, cortaron aloe vera en la calle y
me enseñaron a extraer sus cristales, dieron junto a mí los primeros pasos el
día que volví a salir luego de un mes de encierro, me consintieron y me
ayudaron de todas esas maneras a que no se me fuera por completo la fuerza. Mi
casa parecía a veces la cumbre de las Américas y era maravilloso: México,
Chile, Colombia, Ecuador, Cuba, confluyeron en Argentina para no dejarme desfallecer.
A todos ustedes -los que vinieron, los que llamaron, los que escribieron, los
que preguntaron- infinitas gracias por estar ahí y haber sido mi sostén.
***
Ahora ya pasaron casi tres meses,
volví a caminar como si nada y sólo me quedaron los trabajos académicos acumulados
–de los que estoy saliendo poco a poco- y una cicatriz muy particular ella, en
forma de mapa de Argentina. Tanta obsesión por este país me terminó marcando no
sólo metafórica, sino también literalmente.
Así es la vida.
Qué experiencia tan terrible Ariana, no me imagino el dolor, la sensación de soledad tan terrible que debiste vivir.
ResponderEliminarAdmiro la valentía que tuviste en el momento, como manejaste la situación y me alegra mucho que ya estés bien.
Lo de la forma de la cicatriz, a pesar de todo, me parece un símbolo bonito.
Saludos y que sigas mejorando.
Muchas gracias por tu comentario, jugodemaracuyá (¿hay algún nombre más real para llamarte?). La verdad sí fue una experiencia muy dura y se acentuó la dificultad por la lejanía. Pese a todo, ahora ya puedo mirarla con mayor serenidad y descubrir también las cosas bonitas e inesperadas que hizo posible... incluyendo la cicatriz!!! Saludos.
EliminarHola Ariana, claro hay un nombre: Danilo.
EliminarDe paso te cuento que me quedé en tu blog porque me encanta Argentina. He ido varias veces, viviendo por períodos muy cortos (máximo mes y medio) y todos los recuerdos que me ha dejado son muy, muy buenos.
Que te rinda mucho con los trabajos acumulados.
Muchas coincidencias: te llamas como mi papá y, al parecer, compartimos la fascinación por Argentina... en realidad, la mía se ha ido disipando un poco tras dos años de vivir aquí, pero lo que me trajo fue un interés desmedido por conocerla. Mis recuerdos asociados a ella, como supondrás, son ahora agridulces.
EliminarJusto eso te iba a preguntar. Si después de vivir allá continuaba la fascinación. Sé que la mía sigue intacta porque he pasado poco tiempo seguido allá, porque no me he enfrentado a esa burocracia que hace ver ágil a la colombiana, porque no he trabajado con argentinos. Soy un turista feliz, esa es la verdad.
EliminarClaro, tú ya viste la otra de la moneda. Te cuento que los colombianos que conozco que han vivido allá después de un tiempo vuelven, llega un punto en que es demasiada argentinidad para gente tan tropical como nosotros (porque aceptémoslo, somos tropicales).
Qué bonito nombre tiene tu padre. Ya me cayó bien.
Lloré leyendo tu narración. Yo no estuve ahí. No me di cuenta de casi nada. Solo supe cuando ya estabas bien. Vi las fotos, que me impresionaron mucho, de hecho, !tanto...!
ResponderEliminarDefinitivamente estoy muy muy lejos. También muy sola a veces. Asi es estar lejos de la casita, hasta se inventa uno la familia!
Me alegro que haya sido superado. Un abrazote. Y !cuídate! C