Reproduzco hoy un escrito de Clarita Gómez de Melo que conocí hace un tiempo cuando andaba buscando antoioqueños que no fueran regionalistas, que no gritaran a grito herido que "Medellín es una chimba" y se pasaran los días comparándose con los colombianos nacidos en otros departamentos para demostrar su pretendida superioridad que hasta los ha llevado a hablar de la existencia de una "raza antioqueña". La encontré a ella y descubrí en sus palabras muchas cosas que comparto y que también me parecen feas y a veces me avergüenzan.
Lo recordé a propósito de la difusión de un estudio que dice que los antioqueños son 80% europeos (http://www.caracol.com.co/oir.aspx?id=279718), el cual -me temo- vendrá a alimentar ese regionalismo malsano que caracteriza a la región donde nací. Con ustedes, pues, Lo feo de ser paisa, en las palabras de Clarita Gómez de Melo.
***
Aunque muchos lo sepan y otros lo puedan adivinar, tengo que
comenzar diciendo que soy paisa. Claro que vivo en Bogotá, ¡pero es que nadie
es perfecto...! Soy psicoanalista y ese era antes un trabajo muy difícil en
Medellín, pues aquí gustaba mucho más la confesión, sobre todo porque es
gratis, y enciman el cielo. Y aquí corren para donde haya rebajas y den ñapas.
Las señoras antioqueñas nunca se sienten tan realizadas como en una
«realización» y le piden rebaja a un termómetro.
Tengo que hablar, porque eso me pidieron, de lo feo del paisa.
Quizás esto habría quedado mucho mejor en boca de Tola y Maruja, que no son muy
típicos. Porque si hay algo que sea casi siempre feo es el humor paisa, y los
humoristas de emisoras y de televisión han sido casi siempre de esconder, una
vergüenza. Y Tola y Maruja, como Carlos Mario Aguirre, son tan buenos, tan
agudos, tan ingeniosos, que no parecen paisas, aunque se apoyen en todo lo de
aquí. Ya que me fui por este camino, sigamos con el humor. Los antioqueños nos
reímos fácilmente, y tal vez por eso ha sido poco el esfuerzo en este campo.
Los chistes antioqueños se distinguen sobre todo porque son burdos, simples,
sin ingenio. Como en todo, hay excepciones, pero la mayoría de los chistes
buscan la risa con la simple vulgaridad, la palabra fea, la ordinariez. Esto es
cuento viejo: algunos de los chistes más viejos de la región son los de
Cosiaca. Son los chistes con los que se ríen los niños de ocho o nueve años en
todo el mundo, pero los antioqueños quedamos aficionados a ellos para toda la
vida. Fuera del chiste burdo, el humor antioqueño se distingue por cierta
vitalidad de las locuciones, frases hechas y refranes. No se espera de un paisa
que haga un buen chiste en la conversación, que sea realmente ingenioso. En los
estereotipos regionales y nacionales, el ingenio es obligatorio en la
conversación inglesa y en la bogotana, aunque hay que decir que es una
obligación que ya no se obedece mucho, al menos en la capital. Lo que se espera
del paisa es más bien que pueda repetir con cierta oportunidad los chistes y
refranes que ha oído y sobre todo las exageraciones. El paisa chistoso es el
que repite y se sabe muchos de estos dichos. Los refranes pertenecen a una
tradición popular antigua: fueron traídos de España en su mayoría, a veces
adaptados localmente, y algunos, posiblemente muy poquitos, han surgido aquí.
El único refrán que es con seguridad invento local es «antioqueño no se vara».
Lo que sí se están inventando son exageraciones y comparaciones. Algunas son
más o menos viejas e ingeniosas y se han vuelto lugares comunes: «más fácil
hacerle un nudo a un banano», «trabaja más un gorgojo en una lápida», «más
amarrado que casa de bahareque». No son frecuentes en autores como Carrasquilla
o Efe Gómez, lo que hace pensar que se pusieron de moda a mediados del siglo
XX. Pero parece haber un empeño casi industrial de inventar más y más
exageraciones y comparaciones, que producen cosas cada vez más simples, puras
aplicaciones de una fórmula, que además se practica en toda América Latina: los
argentinos, que tratan injustamente de quitarle a Antioquia la gloria de ser la
tierra del tango, también compiten produciendo exageraciones por encargo. Cito
algunos del Testamento del Paisa, que son pura reiteración: «más peinado que
Mandrake», «tiene más dientes una tajada de papaya», «tiene más dientes un
pajarito». En todo caso, así no sea tan exclusiva como creemos, la exageración
parece responder bien a los gustos de muchos antioqueños.
Uno de los rasgos más feos del rostro de los paisas es el
racismo. Un racismo suave y un poco vergonzante, pero ahí está. Las abuelas y
las mamás, si su hija es más o menos blanquita, siempre preguntan por el color
del novio. Los refranes son claros: «Negro con saco, se pierde el negro y se
pierde el saco», «Negro que no la hace a la entrada la hace a la salida». En
Carrasquilla están estos refranes, lo que muestra que son bien viejos: «los
negros a la cocina y los blancos a la tarima», «negro no la hace limpia». La
copla popular, que en general reitera el desprecio a los negros, alcanza por
excepción a musitar alguna respuesta: «Si vieres comer a un blanco/ de algún
negro en compañía/ o el blanco le debe al negro/ o es del negro la comida».
Aunque aquí había muchos negros y pocos indios, lo que hizo que los insultos, a
diferencia de Bogotá, sean con negro y no con indio, los indios no se escaparon
de los proverbios racistas paisas, y al menos dos o tres han sido comunes,
aunque han perdido su connotación peyorativa: «indio comido, indio ido», «que
porque el indio es pobre la maleta es de hojas». Este racismo es el más
elaborado de Colombia. Aquí se habla, desde hace mucho tiempo, me imagino que
desde Gutiérrez González por lo menos, de la «raza antioqueña». Nadie habla de
la raza bogotana o la raza caleña o la raza santandereana o la raza colombiana,
pues eso no existe, como no existe raza antioqueña. Sabemos que somos hijos del
mestizaje, en diversas dosis, y que son tan antioqueños los monos de Marinilla
como los negros de Remedios o Belmira (con su color azulado y sus ruanas, pues
son negros de tierra fría) o los mestizos más o menos aindiados de Frontino o
Urrao. Pero el mito de la raza antioqueña pretende que el valor de lo
antioqueño, sus cualidades, su antioqueñidad, provienen de que somos todos como
los ricos de Rionegro o Medellín, que eran un poco más blancos que los demás, y
que vienen de la sangre. No estamos muy seguros de qué sangre, pues unos dicen
que somos vascos, otros que somos judíos, y los historiadores a los que
pregunto me sostienen que el mestizaje antioqueño no es muy distinto del de
muchas partes de Colombia o la América Española, que mezclaron andaluces y
castellanos primero y luego se llenaron de vascos, a fines de la colonia. Aquí
hay quienes se imaginan que los vascos escogieron a Antioquia sobre el resto de
América, pero no es sino ver los directorios telefónicos de Santiago de Chile o
México para ver que tienen tantos vascos como nosotros, o hasta más.
A la idea de raza le han inventado, desde hace unos años, el
cuento de la «antioqueñidad», que es un esfuerzo de crear un estereotipo de las
costumbres locales. Y la antioqueñidad es una aplanadora, una avalancha de
lugares comunes que van convirtiendo al paisa en una caricatura. Esa
antioqueñidad, que es parte de lo feo de Antioquia, está hecha de lo
pintoresco, de un folclor más o menos convencional, de la exaltación del
carriel, de la música más pobre de la tradición popular, de la comida típica,
del aguardiente (para mejorar las rentas de la Empresa de Licores, que ayudan a
los políticos que promueven la antioqueñidad). La antioqueñidad trata de
convencernos de que somos muy especiales, muy originales en costumbres y
hábitos, que como en toda sociedad, son generalmente importados o comunes a
muchos otros. Para dar unos ejemplos, el carriel, que acabo de mencionar, fue
probablemente una bolsita de los mineros ingleses (carry all). La bandeja paisa
o plato montañero, que se llama así hace poco (en el testamento del paisa, que
es de 1961, lo llaman dizque «almuerzo de maromero»), la encuentro descrita
así: «el plato nacional está compuesto por arroz, carne desmechada y caraota».
Se llama pabellón y si se le pone un plátano maduro frito al lado se llama
«pabellón con baranda». Pero los venezolanos no pueden estar tan tranquilos con
su comida nacional, pues leo de un plato compuesto de carne o pollo en salsa,
acompañado de arroz, fríjoles, plátano maduro, ensalada, que se acompaña en
ocasiones con un huevo o con aguacate, según la época de mayor abundancia de
este último producto: es el plato nacional de Costa Rica, que se llama
«casado». El «oloroso tamal» de Juan José Botero es plato nacional en
Venezuela, México y Costa Rica, que yo sepa, y El Nuevo Herald de Miami dice
que los venezolanos, inventores de la arepa, están muy preocupados por la
competencia que les está haciendo en Miami la Quaker Oats. Esta antioqueñidad
tiene muy poco que ver con la cultura antioqueña real. Los escritores les
gustan muertos y canonizados pero no leídos. Como Carrasquilla, Efe Gómez o
León de Greiff fueron tan críticos de esa Antioquia de carnaval, los ponen en
los altares pero no los leen. Y no les mencionemos a Fernando Vallejo...
Mientras más antioqueñidad se promueve, menos se apoyan actividades culturales
reales, como las de la Biblioteca Piloto o los Museos. A los conciertos que
antes traía la Sociedad de Amigos del Arte los paisas prefieren hoy «El camino
de la vida», que los hace llorar a moco tendido. Porque lo que se está
exaltando es una cosa muy rara. Antes de los narcos, aquí había una cultura más
o menos austera, en la que la ostentación y el derroche eran mal vistos, que
trataba de mirar al mundo exterior, de aprender de los demás. Los narcos nos
enseñaron las virtudes del derroche, de la parranda escandalosa, de la
ostentación de generosidad para invitar a beber. Hoy ya no son tan importantes,
pero nos dejaron una herencia fuerte: lo que importa hoy en Antioquia es la
rumba y para las autoridades es más importante la fiesta y la feria que parar
la violencia o mejorar la educación. Aquí hay una bomba y mueren muchos, y la
televisión se llena de invitaciones a venir a tomar más aguardiente a mitad de
precio el día siguiente: ya ni siquiera le hacemos el duelo a los muertos. Y
por otra parte, cada vez me parece que la tentación de los paisas es mirarse el
ombligo. En esto, creo, hay un problema de inseguridad.
Toda ciudad, toda región, todo país, tiene cosas buenas y malas.
Hay rasgos antioqueños, desde el siglo XIX, que pueden ser feos. La gana de
plata era para muchos excesiva, aunque para otros era una forma de la virtud
del trabajo y del deseo de progresar, fuera de algo democrático: una sociedad
sin aristocracia donde la plata igualaba. Un viajero francés, Saffray, escribió
hace casi 150 años: «El dinero es lo único que da a cada cual su valor. El muletero
enriquecido llega a ser don Fulano de Tal; y si pierde su fortuna no ha de
imponerse privaciones para conservar su rango adquirido por casualidad; vuelve
a vestir su antiguo traje... El único término de comparación es el dinero: un
hombre se enriquece por la usura, los fraudes comerciales, la fabricación de
moneda falsa u otros medios por el estilo, y se dice de él ¡es muy ingenioso!».
Hace diez años en todas partes decían que un refrán local era «haga plata mijo.
Si puede, honradamente. Pero si no, haga plata, mijo...» Yo nunca lo había oído
y puede que se haya inventado hace poco, pero no dudo que hacer plata sí era
una obsesión local, y que muchas cosas buenas se sacrificaron por la plata.
Medellín, que tiene pedazos tan bonitos, pero tanta zona feísima, es una ciudad
pobre en espacios públicos, con muy pocos parques: el gran parque que podía
haberse hecho a los dos lados del río terminó pavimentado y los cerros se
seguirán llenando de gente. Aquí todo se tumbó para hacer lo nuevo encima: no
nos quedó ciudad colonial, no nos quedó ciudad del siglo XIX. Lo más viejo es
ya Prado, que no creo que aguante mucho. Tumbaron el Teatro Municipal, el
Junín. Los antioqueños somos los únicos que pavimentamos el río que cruzaba la
ciudad vieja, la quebrada Santa Elena, pero seguimos llamando al cemento «La
Playa». Un francés que tenía unas amigas que vivían en la Playa con el Palo
vino una vez a visitarlas, y trajo su vestido de baño... Y por la plata (no sé
si para hacerla o robarla) se hizo el adefesio del Metro por el Parque de
Berrío, que convirtió a la gobernación en un orinal y a la Candelaria en una
iglesita de pesebre, pues el altar es la estación. Ni en los Estados Unidos,
adoradores del becerro de oro, son capaces de poner una estación de metro
frente al Capitolio... Aquí se adora también el becerro de oro, y además lo
ordeñan pa´ vender la leche. Una de las cosas más feas de hace años fue el
«hacha que mis mayores...», la cual, según Efe Gómez, era lo más destructivo:
«El hacha del antioqueño y el caballo de Atila serán en adelante en la historia
los símbolos definitivos de la desolación; con la sola diferencia de que Atila
asolaba para saquear y los antioqueños para sembrar maíz. Y saquear ha
continuado siendo un magnífico negocio, en tanto que sembrar maíz no ha dado
nunca los gastos». Ahora se habla más de medio ambiente, pero cada que uno
recorre las carreteras que pasaban hace veinte años por entre selvas ve que la
cosa sigue progresando, aunque ya no es el hacha la que trabaja sino la sierra
eléctrica, que además sirve para otras cosas. Arriba mencioné que hay un
problema de inseguridad. Lo veo en que, frente a las cosas feas, la reacción
antioqueña es asumirlas como si fueran una maravilla. Le cantamos al hacha con
entusiasmo, cada que entonamos, con un entusiasmo que yo comparto, el himno
antioqueño. Creemos que Medellín, después de ese machetazo a la Avenida
Oriental, después del metro por el Centro, es la ciudad más hermosa del
planeta. Antes creíamos que tenía la catedral más grande del mundo, «de ladrillo
cocido».
Tenemos que exagerar para sentirnos tranquilos. Nos sentimos muy
chiquiticos si no repetimos una y otra vez que somos los mejores, los más
bonitos, los más verracos, los más ingeniosos del mundo, los más madrugadores,
los más trabajadores, los del ritmo paisa -que sólo sirve para levantarse
temprano, porque para bailar no es muy presentable: los antioqueños hemos sido,
aunque cada vez menos, muy reprimidos a nivel pélvico. No es sino ver alguna de
las páginas de presentación de Medellín en Internet, o los folletos turísticos,
para ver la capacidad que tenemos de decirnos mentiras para autoelogiarnos.
Aquí las cosas ya no son muy buenas o bonitas, sino «demasiado buenas» o
«demasiado bonitas»: en la gobernación hay un ascensor, el que lleva a la
oficina del gobernador, que tiene un letrero que le advierte a uno: «Este
ascensor es demasiado seguro». Y la exageración tiene por allá cierto dejo
trágico: la forma mayor de exagerar es decir que algo es horrible: «horrible de
bueno». Aquí si quieren elogiar al doctor Nicanor (Restrepo), seguro que dicen
que «tiene una cultura general horrible». Pero he oído decir que aquí tienen
hasta un edificio que es «horrible de inteligente». No quiero ejercer de
psicoanalista, pero una cosa que lo golpea a uno mucho en Antioquia es la
dificultad de los hombres para bajarse de la falda de la mamá. Aunque me
imagino que en eso hay mucho de mito y de exageración de periodistas, algo
había en el cuento de que muchos de los asesinatos de los adolescentes eran
para llevarle la nevera a la cucha. Que pa´que querían nevera: ¡qué más nevera
que esos maridos que nunca llegaban! En Medellín a ningún hombre le saben nunca
tan bueno los frisoles o la arepa de la señora como los de la mamá. Como las
mamás judías, cuando una de aquí regala dos corbatas y el muchacho se pone una,
le pregunta si fue que la otra no le gustó: son expertas en crearle culpa a sus
crías, que siguen pegadas a la teta. Claro que otro cambio que de pronto lo
debemos a ese cataclismo cultural que pasó aquí con la plata de la droga, es
que ya no nos gusta la belleza natural de las mujeres, sino la de silicona. Y
quién sabe cómo será el Edipo de estos muchachos de ahora, a los que la leche
les debe saber a plástico. Porque lo que es claro es que Medellín se está
volviendo la capital del mundo de la silicona. Y eso a mí no me parece bonito.
El poder de la mamá puede tener alguna relación con la fuerza que tuvo la
iglesia, y que fue bastante maluca: en Antioquia estaba prohibido bailar,
ponerse sweater, leer El Espectador y El Tiempo, ser liberal, separarse. A
quienes se salían un poco de las reglas de Monseñor Salazar y Herrera, Monseñor
Caycedo o Monseñor Builes, lo «pulpitiaban», y si una mujer se separaba y
trataba de seguir su vida la declaraban «mujer infame». Esto debe haber dejado
sus marcas. Y fue tanta la represión que el desquite fue completo: la
sexualidad se soltó del todo, y en algún momento el demonio, que antes se
quedaba en Puerto Berrío, se apoderó de los paisas. La gente dejó de hacer caso
a la religión y a algunos de los mandamientos, y las acciones de la Iglesia se
desvalorizaron. Fue tanta la crisis, o el influjo de Satanás, o el peso de esa
tradición tan propia del gusto por la plata, que la Arquidiócesis tuvo que
convertir el Seminario en un Centro Comercial. De manera que a los paisas los
cuidaban la iglesia, la mamá y El Colombiano, que hace años salía lleno de
fotos de curas y de mamás. De esta santísima trinidad tal vez lo que sigue más
sólido es El Colombiano, porque lo que es a la iglesia y a las mamás ya hay
muchos que no le comen cuento.
Tampoco me parecen bonitos algunos hábitos más bobos de los
antioqueños: a veces me asusta ese acento voluntariamente exagerado, esa gana
de mostrar que somos ordinarios, y en algunos jóvenes, ese cantadito de mamá
que tienen. Y los nombres compuestos que les gustan a los papás paisas: que
dizque Clara Victoria y Jorge Orlando. Y eso que no nos tocó la hora de la
verdadera antioqueñidad, la de los John, los William, los Morgan Echavarría y
los Orson Vélez. Quizá lo más feo del paisa es que queremos ser una tribu. En
cualquier ciudad, en cualquier región, hay gente de todas clases. Hay gente
buena y hay pícaros; hay gente simpática y antipática; hay personas generosas y
amarradas. Pero aquí exigimos que nos juzguen en bloque, que hablen de «los
paisas» o de «los antioqueños». Y por supuesto, reivindicamos como antioqueño
sólo la parte buena de la tribu: son antioqueños los deportistas que ganan, los
políticos que triunfan, los empresarios exitosos, pero no parecen antioqueños
los desempleados, ni los pobres, ni los empleados corruptos, ni los
delincuentes, ni las putas que tanto le gustan a muchos antioqueños. Y después
de enumerar el lado bueno, tratamos de inflar pecho con lo que algunos pocos
paisas hacen. Tratamos de vivir de la gloria de Fernando Botero o sentimos que
Juanes debe sus éxitos a algo que también hice yo. Y lo que nos emociona es que
les paren bolas en Miami o Nueva York, que se volvieron nuestra piedra de
toque. En realidad, hay sólo dos paisas que aparecen con frecuencia en los
periódicos de París o Nueva York: Fernando Botero y Fernando Vallejo. A los que
nos dan la oportunidad de lucirnos les perdonamos que se hayan ido, aunque con
esfuerzo. A Botero, que además dio ejemplo de generosidad a un pueblo más bien
amarrado, ya lo perdonamos; a Vallejo, como no hace sino hablar de lo malo y de
lo feo de Medellín, nos va a costar más trabajo... Tal vez si se ganara el
premio Nobel... Estos triunfos y orgullos vicarios tienen un problema: la misma
tribu, o raza como creen algunos, también ha hecho aportes tan importantes a la
vida nacional y a la cultura mundial como Pablo Escobar, Carlos Castaño o Pedro
Antonio Marín, un paisa que se cambió el nombre por el de otro paisa, el
concejal de Medellín Manuel Marulanda Vélez.
Somos muy ingeniosos e inventamos, antes de los talibanes, volar
un avión lleno de pasajeros inocentes, hemos llevado las masacres a un nivel de
desarrollo incomparable, con mucho espíritu de industria y organización. Según
esas páginas llenas de dulce melosería y de virtudes infinitas que describen a
los paisas en Internet, los antioqueños reciben con los brazos abiertos a todos
los extranjeros. ¡Claro!..., pero que cuiden la billetera, porque en esto somos
como toda la gente del Tercer Mundo, sólo que un poco más eficientes para el
chalequeo. Somos muy trabajadores, pero como lo ha escrito Fernando Vallejo la
más trabajadora ha sido, y en esto sí nos destacamos en el mundo, la muerte:
los antioqueños hemos mandado para el otro lado a casi 100.000 personas en
veinte años, más gente que los de la guerra de los Balcanes. ¡Esa sí es gracia!
El auge del narcotráfico, que para ser tan grande tuvo que usar muchas de las
virtudes de los paisas; la inmensa violencia que nos ha convertido en la tribu
que más homicidios ha hecho en su propia gente en este siglo (en Africa o los
Balcanes los muertos son casi siempre de otra tribu) nos han avergonzado
callada e íntimamente, y por eso ahora nos la pasamos hablando de cómo somos de
buenos, de inteligentes, de recursivos y de pacíficos. «Chicaniando», pero
siempre mostrando sólo la mitad de la moneda. Nos volvimos mentirosos, para
engañar a todo el que viene a Medellín, pero nos acabamos creyendo la mentira.
Y por eso, no somos capaces de arreglar muchos de los problemas que tenemos.
¿Cómo mejorar la educación, si estamos convencidos de que aquí es una
maravilla? ¿Cómo resolver el problema de la violencia, si creemos que ese es un
problema igual en todas partes y que Medellín tiene problemas, pero es lo mismo
que en Nueva York o Bogotá, donde también lo matan a uno? Pero no queremos ver
que en Medellín mueren 3.000 personas al año, cuando en Bogotá, que tiene tres
veces más habitantes, ya han logrado bajar la violencia a menos de 2.000 por
año. Pero para eso hay que reconocer que hay un problema. ¿Cómo desarrollar una
buena política cultural, si creemos que Medellín es la capital cultural de
América, cuando lo que tiene de verdad para mostrar es este Museo, que habría
podido ser muchísimo más importante, habría podido estar a la altura de los dos
o tres mejores de América Latina, si nuestros alcaldes y gobernadores hubieran
pensado que valía la pena meterse la mano al dril para sacarlo del abandono en
que lo tuvieron hasta que Botero anunció que la parte más importante de su
colección la iba a regalar a Bogotá? Pero es que cuando uno empieza, lleno de
inseguridad, a juzgarse en todos los momentos, a ver cómo nos atisban, a vivir
de cuenta de cómo nos valoran los extranjeros, y en especial los gringos, va perdiendo
autenticidad, la vieja autenticidad que estaba en las virtudes locales y de la
que habló Cayetano Betancur, y acaba movido sólo por la envidia, irritado por
las críticas, pensando que todo el que se va se vuelve un traidor, que si un
paisa critica algo es por razones personales, porque le pasó algo...
Claro que yo también estoy mirando sólo la mitad del problema.
Pero fue que me pidieron hablar de lo feo, inevitablemente ligado a lo malo: ya
Platón identificaba lo feo con lo malo. Habría podido hablar de lo bueno,
porque hay muchas cosas buenas entre mis coterráneos, pero esa suerte la tuvo
Nicanor. Pero lo más malo de todo es que no hemos aprendido a entendernos en
toda nuestra realidad, que queremos engañarnos viendo sólo la mitad de lo que
somos y negando el resto. Ese es el espíritu de la llamada antioqueñidad:
mentirnos sobre nosotros mismos, reconocer sólo lo bueno, y llenarnos de una
mitología pintoresca y complaciente. Tenemos que demostrar que somos grandes.