viernes, 7 de diciembre de 2012

Descubriendo el agua tibia

He descubierto que la consecuencia inevitable -y obvia por demás- de no ser de aquí ni ser de allá es que tampoco sé qué pasa cuando viajo: si me voy o si vuelvo. 

Hago las dos cosas, por supuesto, pero ya no tengo claridad sobre cuál es el lugar de partida y cuál el de llegada y eso es lo raro de todo. Siempre me estoy yendo. Siempre estoy llegando. 

Al final, la única certeza es que nunca me quedo.


Me acordé de una canción. Será mi himno temporal.



EL EXTRANJERO
(Enrique Bunbury)

Una barca en el puerto me espera
no sé donde me ha de llevar

no ando buscando grandeza

sólo esta tristeza deseo curar

Me marcho y no pienso en la vuelta
tampoco me apena lo que dejo atrás
solo sé que lo que me queda
en un solo bolsillo lo puedo llevar

Me siento en casa en América
en Antigua quisiera morir
poarecido me ocurre con con africa

Asilah, Essaouira y el rif
Pero allá donde voy me llaman el extranjero

dodne quiera que estoy el extranjero me siento


También extraño en mi tierra
aunque la quiera de verdad
pero mi corazpón me aconseja
los nacionalismos que miedo me dan

Ni patria ni bandera
ni raza ni condición
ni limites ni fronteras
extranjero soy

Pero allá donde voy
me llaman el extranejro
dodne quiera que estoy
el extranjero me siento
porque allá donde voy me llaman el extranjero
dodne queira que estoy
el extranjero me siento



domingo, 4 de noviembre de 2012

Argentina y su cicatriz en mí


Llevo días –meses ya- intentando escribir sobre la quemadura que sufrí en agosto de este año.  Todos los intentos han fallado, unos porque me avasallan los recuerdos y me quedo sin palabras, y otros porque simplemente no me gusta lo que sale.

Fue un jueves muy temprano, uno de esos días que empiezan como todos pero que en un instante cambian el curso de tu vida, alteran cualquier orden conocido y te recuerdan de la manera más cruda que estar vivo puede llegar a doler mucho.

No voy a entrar en detalles que he contado mil veces acerca de cómo pasó. Diré simplemente que iba a hacerme un café, que calenté el agua más de la cuenta, que puse la taza donde no debía y que por descuido y torpeza terminé volcándome toda el agua encima. En realidad ya era café, ya olía rico, a Colombia. Pero Colombia se me vino encima y me laceró de la manera más literal que lo ha hecho hasta ahora, me produjo el peor de los dolores que he sentido jamás.

Entre ese momento y aquel en que por fin llegó alguien a ayudarme –era temprano, estaba sola en mi casa, casi no encuentro quién pudiera venir hasta mi casa- todo es borroso. Sé que por un instante me pareció salir de mí, no podía creer lo que pasaba y lo que sentía; corrí al baño porque algo en mi memoria se activó y sabía que tenía que quitarme la ropa antes de que se pegara de la piel ardiente y echarme mucha agua fría. Ese fue quizá el momento más terrible de todos los momentos terribles por los que pasé: ver cómo la piel se me desprendía y quedaba en carne viva, rojísima, brillante, lacerante. (Todavía me estremezco cuando lo recuerdo, rechazo la imagen que me llega, no quiero verla más).  

Estuve a punto de desmayarme pero de algún lado saqué fuerza y pude contenerme. Me senté en el suelo, respiré profundo, me dije que estaba sola y que no podía darme el lujo de perder la consciencia… nadie se iba a enterar de lo que me había pasado si yo no avisaba, así que evité como pude que mi cuerpo cediera en su instinto primario de desconectarse para no sentir. Vinieron chorros de agua y de lágrimas, una angustia que crecía con el ardor, un sentimiento de desprotección sin límite. ¿Qué hacía yo tan lejos de mi casa, de mi madre, de todo lo que alguna vez fue mío? ¿Qué iba a hacer si nadie me contestaba el celular o veía mi mensaje, cómo iba a llegar hasta la clínica si no podía caminar?

Al fin pude comunicarme con una amiga que llegó un rato después, cuando ya estaba cubierta de ampollas. Mientras esperaba, lloré desconsolada y llamé a mi casa por teléfono. En Medellín eran las 6:30 de la mañana, así que fue la primera llamada del día. Me contestó mi mamá todavía medio dormida y yo me desplomé apenas escuché su voz. Pobrecita ella. No alcanzo a imaginar su angustia cuando escuchaba mis sollozos y ese balbuceo en el que trataba de decirle que me había quemado, que dolía lo indecible, que no sabía qué hacer, que por favor se viniera, que estaba sola y desesperada.

Cuando mi amiga Lorena (ya casi mi hermana, adoptada oficialmente por mi familia tras este episodio) llegó, disimuló lo mejor que pudo su impresión por el estado de mi pierna y me dijo sin pensarlo: “vámonos ya para el hospital”. De alguna forma pude caminar las dos cuadras y ahí empezó el suplicio de las curaciones –dos diarias, de las cuales solo la primera me la hicieron en el hospital-, el ritual de lavarme la herida a la mañana y a la noche con un jabón nuevo cada vez y envolverme en papel transparente y gasa para prevenir una infección, el miedo de dormir y lastimarme al moverme, el desconsuelo cada vez que me miraba los primeros días y seguía estando en carne viva.

Pero más allá del dolor y la impotencia, de las semanas sin caminar y los días en que sentía que no iba a ser capaz de seguir lidiando con eso lejos de mi familia; más allá de los litros de lágrimas derramados y los kilos perdidos, he de reconocer que me sentí tremendamente acompañada, que muchos de mis nuevos amigos de aquí y muchos también desde Medellín y otros lugares, hicieron cuanto estuvo en sus manos para que el proceso no fuera tan difícil: me visitaron, me ayudaron con las curaciones, se quedaron a veces a dormir conmigo, me llamaron todos los días, me enviaron su energía día a día, me prepararon la comida, fueron a hacer las compras de la casa y las de la farmacia, me hicieron reír y también lloraron conmigo, me alentaron a no dejar todo tirado, cortaron aloe vera en la calle y me enseñaron a extraer sus cristales, dieron junto a mí los primeros pasos el día que volví a salir luego de un mes de encierro, me consintieron y me ayudaron de todas esas maneras a que no se me fuera por completo la fuerza. Mi casa parecía a veces la cumbre de las Américas y era maravilloso: México, Chile, Colombia, Ecuador, Cuba, confluyeron en Argentina para no dejarme desfallecer. A todos ustedes -los que vinieron, los que llamaron, los que escribieron, los que preguntaron- infinitas gracias por estar ahí y haber sido mi sostén.
***
Ahora ya pasaron casi tres meses, volví a caminar como si nada y sólo me quedaron los trabajos académicos acumulados –de los que estoy saliendo poco a poco- y una cicatriz muy particular ella, en forma de mapa de Argentina. Tanta obsesión por este país me terminó marcando no sólo metafórica, sino también literalmente.

Así es la vida.  

martes, 2 de octubre de 2012

La ciudad de todos los contrastes

Mi vida no ha sido ni la mitad de difícil que la de millones de personas en Colombia y, sin embargo, crecí entre el ruido de las bombas, con el miedo de las balaceras al lado de mi casa, viendo cómo en el barrio había cada vez menos gente y siendo testigo del esfuerzo que hicieron mis padres para conseguir una casa diferente y llevarnos a un lugar menos terrible para crecer. 

El miedo fue mi pan de cada de día; la paranoia, el signo indeleble de haber crecido en una ciudad donde la muerte acechaba en cualquier parte, en la que los combos dictaban hasta la hora límite para llegar a la casa bajo la amenaza de recibir un tiro si se estaba en la calle después de la hora que habían demarcado. 

*****
Hablo en pasado pero es sólo porque me estoy remitiendo a mis recuerdos. En realidad, las cosas no han cambiado tanto, y aunque las bombas dejaron de retumbar hace tiempo, los barrios siguen ardiendo y Medellín, pese a sus muchas transformaciones y a los avances en educación, cultura y atención social, sigue siendo una ciudad llena de sangre, de códigos oscuros, de fronteras invisibles y patrones del mal que se disputan ese aciago y rentable monopolio.

Cuando me siento a leer libros de historia de Colombia y siento que no se refieren al siglo pasado sino que parecen escritos hace un mes, y cuando veo en el periódico que en Medellín -ahora, en pleno 2012-, hay escuelas de sicarios y niños que a veces son forzados pero que también deciden y quieren "estudiar" en ellas, me invade el desconsuelo y me dan ganas de irme a una montaña y no seguir fingiendo que entiendo alguna cosa o soñando que de verdad se puede cambiar algo.

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He aquí la noticia que me descorazonó esta noche: 

Y el contraste supremo: la misma Medellín, en el mismo momento, nominada a ciudad más innovadora del año http://online.wsj.com/ad/cityoftheyear

La amarga paradoja es que ambas cosas son ciertas, ambas imágenes diametralmente opuestas son facetas de ese solo espacio: mi puta y hermosa y amada Medellín a la que, pese a todo, no veo la hora de volver. 

jueves, 9 de agosto de 2012

Lo feo de ser paisa

Reproduzco hoy un escrito de Clarita Gómez de Melo que conocí hace un tiempo cuando andaba buscando antoioqueños que no fueran regionalistas, que no gritaran a grito herido que "Medellín es una chimba" y se pasaran los días comparándose con los colombianos nacidos en otros departamentos para demostrar su pretendida superioridad que hasta los ha llevado a hablar de la existencia de una "raza antioqueña". La encontré a ella y descubrí en sus palabras muchas cosas que comparto y que también me parecen feas y a veces me avergüenzan. 

Lo recordé a propósito de la difusión de un estudio que dice que los antioqueños son 80% europeos (http://www.caracol.com.co/oir.aspx?id=279718), el cual -me temo- vendrá a alimentar ese regionalismo malsano que caracteriza a la región donde nací. Con ustedes, pues, Lo feo de ser paisa, en las palabras de Clarita Gómez de Melo.

***
Aunque muchos lo sepan y otros lo puedan adivinar, tengo que comenzar diciendo que soy paisa. Claro que vivo en Bogotá, ¡pero es que nadie es perfecto...! Soy psicoanalista y ese era antes un trabajo muy difícil en Medellín, pues aquí gustaba mucho más la confesión, sobre todo porque es gratis, y enciman el cielo. Y aquí corren para donde haya rebajas y den ñapas. Las señoras antioqueñas nunca se sienten tan realizadas como en una «realización» y le piden rebaja a un termómetro.


Tengo que hablar, porque eso me pidieron, de lo feo del paisa. Quizás esto habría quedado mucho mejor en boca de Tola y Maruja, que no son muy típicos. Porque si hay algo que sea casi siempre feo es el humor paisa, y los humoristas de emisoras y de televisión han sido casi siempre de esconder, una vergüenza. Y Tola y Maruja, como Carlos Mario Aguirre, son tan buenos, tan agudos, tan ingeniosos, que no parecen paisas, aunque se apoyen en todo lo de aquí. Ya que me fui por este camino, sigamos con el humor. Los antioqueños nos reímos fácilmente, y tal vez por eso ha sido poco el esfuerzo en este campo. Los chistes antioqueños se distinguen sobre todo porque son burdos, simples, sin ingenio. Como en todo, hay excepciones, pero la mayoría de los chistes buscan la risa con la simple vulgaridad, la palabra fea, la ordinariez. Esto es cuento viejo: algunos de los chistes más viejos de la región son los de Cosiaca. Son los chistes con los que se ríen los niños de ocho o nueve años en todo el mundo, pero los antioqueños quedamos aficionados a ellos para toda la vida. Fuera del chiste burdo, el humor antioqueño se distingue por cierta vitalidad de las locuciones, frases hechas y refranes. No se espera de un paisa que haga un buen chiste en la conversación, que sea realmente ingenioso. En los estereotipos regionales y nacionales, el ingenio es obligatorio en la conversación inglesa y en la bogotana, aunque hay que decir que es una obligación que ya no se obedece mucho, al menos en la capital. Lo que se espera del paisa es más bien que pueda repetir con cierta oportunidad los chistes y refranes que ha oído y sobre todo las exageraciones. El paisa chistoso es el que repite y se sabe muchos de estos dichos. Los refranes pertenecen a una tradición popular antigua: fueron traídos de España en su mayoría, a veces adaptados localmente, y algunos, posiblemente muy poquitos, han surgido aquí. El único refrán que es con seguridad invento local es «antioqueño no se vara». Lo que sí se están inventando son exageraciones y comparaciones. Algunas son más o menos viejas e ingeniosas y se han vuelto lugares comunes: «más fácil hacerle un nudo a un banano», «trabaja más un gorgojo en una lápida», «más amarrado que casa de bahareque». No son frecuentes en autores como Carrasquilla o Efe Gómez, lo que hace pensar que se pusieron de moda a mediados del siglo XX. Pero parece haber un empeño casi industrial de inventar más y más exageraciones y comparaciones, que producen cosas cada vez más simples, puras aplicaciones de una fórmula, que además se practica en toda América Latina: los argentinos, que tratan injustamente de quitarle a Antioquia la gloria de ser la tierra del tango, también compiten produciendo exageraciones por encargo. Cito algunos del Testamento del Paisa, que son pura reiteración: «más peinado que Mandrake», «tiene más dientes una tajada de papaya», «tiene más dientes un pajarito». En todo caso, así no sea tan exclusiva como creemos, la exageración parece responder bien a los gustos de muchos antioqueños.

Uno de los rasgos más feos del rostro de los paisas es el racismo. Un racismo suave y un poco vergonzante, pero ahí está. Las abuelas y las mamás, si su hija es más o menos blanquita, siempre preguntan por el color del novio. Los refranes son claros: «Negro con saco, se pierde el negro y se pierde el saco», «Negro que no la hace a la entrada la hace a la salida». En Carrasquilla están estos refranes, lo que muestra que son bien viejos: «los negros a la cocina y los blancos a la tarima», «negro no la hace limpia». La copla popular, que en general reitera el desprecio a los negros, alcanza por excepción a musitar alguna respuesta: «Si vieres comer a un blanco/ de algún negro en compañía/ o el blanco le debe al negro/ o es del negro la comida». Aunque aquí había muchos negros y pocos indios, lo que hizo que los insultos, a diferencia de Bogotá, sean con negro y no con indio, los indios no se escaparon de los proverbios racistas paisas, y al menos dos o tres han sido comunes, aunque han perdido su connotación peyorativa: «indio comido, indio ido», «que porque el indio es pobre la maleta es de hojas». Este racismo es el más elaborado de Colombia. Aquí se habla, desde hace mucho tiempo, me imagino que desde Gutiérrez González por lo menos, de la «raza antioqueña». Nadie habla de la raza bogotana o la raza caleña o la raza santandereana o la raza colombiana, pues eso no existe, como no existe raza antioqueña. Sabemos que somos hijos del mestizaje, en diversas dosis, y que son tan antioqueños los monos de Marinilla como los negros de Remedios o Belmira (con su color azulado y sus ruanas, pues son negros de tierra fría) o los mestizos más o menos aindiados de Frontino o Urrao. Pero el mito de la raza antioqueña pretende que el valor de lo antioqueño, sus cualidades, su antioqueñidad, provienen de que somos todos como los ricos de Rionegro o Medellín, que eran un poco más blancos que los demás, y que vienen de la sangre. No estamos muy seguros de qué sangre, pues unos dicen que somos vascos, otros que somos judíos, y los historiadores a los que pregunto me sostienen que el mestizaje antioqueño no es muy distinto del de muchas partes de Colombia o la América Española, que mezclaron andaluces y castellanos primero y luego se llenaron de vascos, a fines de la colonia. Aquí hay quienes se imaginan que los vascos escogieron a Antioquia sobre el resto de América, pero no es sino ver los directorios telefónicos de Santiago de Chile o México para ver que tienen tantos vascos como nosotros, o hasta más.

A la idea de raza le han inventado, desde hace unos años, el cuento de la «antioqueñidad», que es un esfuerzo de crear un estereotipo de las costumbres locales. Y la antioqueñidad es una aplanadora, una avalancha de lugares comunes que van convirtiendo al paisa en una caricatura. Esa antioqueñidad, que es parte de lo feo de Antioquia, está hecha de lo pintoresco, de un folclor más o menos convencional, de la exaltación del carriel, de la música más pobre de la tradición popular, de la comida típica, del aguardiente (para mejorar las rentas de la Empresa de Licores, que ayudan a los políticos que promueven la antioqueñidad). La antioqueñidad trata de convencernos de que somos muy especiales, muy originales en costumbres y hábitos, que como en toda sociedad, son generalmente importados o comunes a muchos otros. Para dar unos ejemplos, el carriel, que acabo de mencionar, fue probablemente una bolsita de los mineros ingleses (carry all). La bandeja paisa o plato montañero, que se llama así hace poco (en el testamento del paisa, que es de 1961, lo llaman dizque «almuerzo de maromero»), la encuentro descrita así: «el plato nacional está compuesto por arroz, carne desmechada y caraota». Se llama pabellón y si se le pone un plátano maduro frito al lado se llama «pabellón con baranda». Pero los venezolanos no pueden estar tan tranquilos con su comida nacional, pues leo de un plato compuesto de carne o pollo en salsa, acompañado de arroz, fríjoles, plátano maduro, ensalada, que se acompaña en ocasiones con un huevo o con aguacate, según la época de mayor abundancia de este último producto: es el plato nacional de Costa Rica, que se llama «casado». El «oloroso tamal» de Juan José Botero es plato nacional en Venezuela, México y Costa Rica, que yo sepa, y El Nuevo Herald de Miami dice que los venezolanos, inventores de la arepa, están muy preocupados por la competencia que les está haciendo en Miami la Quaker Oats. Esta antioqueñidad tiene muy poco que ver con la cultura antioqueña real. Los escritores les gustan muertos y canonizados pero no leídos. Como Carrasquilla, Efe Gómez o León de Greiff fueron tan críticos de esa Antioquia de carnaval, los ponen en los altares pero no los leen. Y no les mencionemos a Fernando Vallejo... Mientras más antioqueñidad se promueve, menos se apoyan actividades culturales reales, como las de la Biblioteca Piloto o los Museos. A los conciertos que antes traía la Sociedad de Amigos del Arte los paisas prefieren hoy «El camino de la vida», que los hace llorar a moco tendido. Porque lo que se está exaltando es una cosa muy rara. Antes de los narcos, aquí había una cultura más o menos austera, en la que la ostentación y el derroche eran mal vistos, que trataba de mirar al mundo exterior, de aprender de los demás. Los narcos nos enseñaron las virtudes del derroche, de la parranda escandalosa, de la ostentación de generosidad para invitar a beber. Hoy ya no son tan importantes, pero nos dejaron una herencia fuerte: lo que importa hoy en Antioquia es la rumba y para las autoridades es más importante la fiesta y la feria que parar la violencia o mejorar la educación. Aquí hay una bomba y mueren muchos, y la televisión se llena de invitaciones a venir a tomar más aguardiente a mitad de precio el día siguiente: ya ni siquiera le hacemos el duelo a los muertos. Y por otra parte, cada vez me parece que la tentación de los paisas es mirarse el ombligo. En esto, creo, hay un problema de inseguridad.

Toda ciudad, toda región, todo país, tiene cosas buenas y malas. Hay rasgos antioqueños, desde el siglo XIX, que pueden ser feos. La gana de plata era para muchos excesiva, aunque para otros era una forma de la virtud del trabajo y del deseo de progresar, fuera de algo democrático: una sociedad sin aristocracia donde la plata igualaba. Un viajero francés, Saffray, escribió hace casi 150 años: «El dinero es lo único que da a cada cual su valor. El muletero enriquecido llega a ser don Fulano de Tal; y si pierde su fortuna no ha de imponerse privaciones para conservar su rango adquirido por casualidad; vuelve a vestir su antiguo traje... El único término de comparación es el dinero: un hombre se enriquece por la usura, los fraudes comerciales, la fabricación de moneda falsa u otros medios por el estilo, y se dice de él ¡es muy ingenioso!». Hace diez años en todas partes decían que un refrán local era «haga plata mijo. Si puede, honradamente. Pero si no, haga plata, mijo...» Yo nunca lo había oído y puede que se haya inventado hace poco, pero no dudo que hacer plata sí era una obsesión local, y que muchas cosas buenas se sacrificaron por la plata. Medellín, que tiene pedazos tan bonitos, pero tanta zona feísima, es una ciudad pobre en espacios públicos, con muy pocos parques: el gran parque que podía haberse hecho a los dos lados del río terminó pavimentado y los cerros se seguirán llenando de gente. Aquí todo se tumbó para hacer lo nuevo encima: no nos quedó ciudad colonial, no nos quedó ciudad del siglo XIX. Lo más viejo es ya Prado, que no creo que aguante mucho. Tumbaron el Teatro Municipal, el Junín. Los antioqueños somos los únicos que pavimentamos el río que cruzaba la ciudad vieja, la quebrada Santa Elena, pero seguimos llamando al cemento «La Playa». Un francés que tenía unas amigas que vivían en la Playa con el Palo vino una vez a visitarlas, y trajo su vestido de baño... Y por la plata (no sé si para hacerla o robarla) se hizo el adefesio del Metro por el Parque de Berrío, que convirtió a la gobernación en un orinal y a la Candelaria en una iglesita de pesebre, pues el altar es la estación. Ni en los Estados Unidos, adoradores del becerro de oro, son capaces de poner una estación de metro frente al Capitolio... Aquí se adora también el becerro de oro, y además lo ordeñan pa´ vender la leche. Una de las cosas más feas de hace años fue el «hacha que mis mayores...», la cual, según Efe Gómez, era lo más destructivo: «El hacha del antioqueño y el caballo de Atila serán en adelante en la historia los símbolos definitivos de la desolación; con la sola diferencia de que Atila asolaba para saquear y los antioqueños para sembrar maíz. Y saquear ha continuado siendo un magnífico negocio, en tanto que sembrar maíz no ha dado nunca los gastos». Ahora se habla más de medio ambiente, pero cada que uno recorre las carreteras que pasaban hace veinte años por entre selvas ve que la cosa sigue progresando, aunque ya no es el hacha la que trabaja sino la sierra eléctrica, que además sirve para otras cosas. Arriba mencioné que hay un problema de inseguridad. Lo veo en que, frente a las cosas feas, la reacción antioqueña es asumirlas como si fueran una maravilla. Le cantamos al hacha con entusiasmo, cada que entonamos, con un entusiasmo que yo comparto, el himno antioqueño. Creemos que Medellín, después de ese machetazo a la Avenida Oriental, después del metro por el Centro, es la ciudad más hermosa del planeta. Antes creíamos que tenía la catedral más grande del mundo, «de ladrillo cocido».

Tenemos que exagerar para sentirnos tranquilos. Nos sentimos muy chiquiticos si no repetimos una y otra vez que somos los mejores, los más bonitos, los más verracos, los más ingeniosos del mundo, los más madrugadores, los más trabajadores, los del ritmo paisa -que sólo sirve para levantarse temprano, porque para bailar no es muy presentable: los antioqueños hemos sido, aunque cada vez menos, muy reprimidos a nivel pélvico. No es sino ver alguna de las páginas de presentación de Medellín en Internet, o los folletos turísticos, para ver la capacidad que tenemos de decirnos mentiras para autoelogiarnos. Aquí las cosas ya no son muy buenas o bonitas, sino «demasiado buenas» o «demasiado bonitas»: en la gobernación hay un ascensor, el que lleva a la oficina del gobernador, que tiene un letrero que le advierte a uno: «Este ascensor es demasiado seguro». Y la exageración tiene por allá cierto dejo trágico: la forma mayor de exagerar es decir que algo es horrible: «horrible de bueno». Aquí si quieren elogiar al doctor Nicanor (Restrepo), seguro que dicen que «tiene una cultura general horrible». Pero he oído decir que aquí tienen hasta un edificio que es «horrible de inteligente». No quiero ejercer de psicoanalista, pero una cosa que lo golpea a uno mucho en Antioquia es la dificultad de los hombres para bajarse de la falda de la mamá. Aunque me imagino que en eso hay mucho de mito y de exageración de periodistas, algo había en el cuento de que muchos de los asesinatos de los adolescentes eran para llevarle la nevera a la cucha. Que pa´que querían nevera: ¡qué más nevera que esos maridos que nunca llegaban! En Medellín a ningún hombre le saben nunca tan bueno los frisoles o la arepa de la señora como los de la mamá. Como las mamás judías, cuando una de aquí regala dos corbatas y el muchacho se pone una, le pregunta si fue que la otra no le gustó: son expertas en crearle culpa a sus crías, que siguen pegadas a la teta. Claro que otro cambio que de pronto lo debemos a ese cataclismo cultural que pasó aquí con la plata de la droga, es que ya no nos gusta la belleza natural de las mujeres, sino la de silicona. Y quién sabe cómo será el Edipo de estos muchachos de ahora, a los que la leche les debe saber a plástico. Porque lo que es claro es que Medellín se está volviendo la capital del mundo de la silicona. Y eso a mí no me parece bonito. El poder de la mamá puede tener alguna relación con la fuerza que tuvo la iglesia, y que fue bastante maluca: en Antioquia estaba prohibido bailar, ponerse sweater, leer El Espectador y El Tiempo, ser liberal, separarse. A quienes se salían un poco de las reglas de Monseñor Salazar y Herrera, Monseñor Caycedo o Monseñor Builes, lo «pulpitiaban», y si una mujer se separaba y trataba de seguir su vida la declaraban «mujer infame». Esto debe haber dejado sus marcas. Y fue tanta la represión que el desquite fue completo: la sexualidad se soltó del todo, y en algún momento el demonio, que antes se quedaba en Puerto Berrío, se apoderó de los paisas. La gente dejó de hacer caso a la religión y a algunos de los mandamientos, y las acciones de la Iglesia se desvalorizaron. Fue tanta la crisis, o el influjo de Satanás, o el peso de esa tradición tan propia del gusto por la plata, que la Arquidiócesis tuvo que convertir el Seminario en un Centro Comercial. De manera que a los paisas los cuidaban la iglesia, la mamá y El Colombiano, que hace años salía lleno de fotos de curas y de mamás. De esta santísima trinidad tal vez lo que sigue más sólido es El Colombiano, porque lo que es a la iglesia y a las mamás ya hay muchos que no le comen cuento. 

Tampoco me parecen bonitos algunos hábitos más bobos de los antioqueños: a veces me asusta ese acento voluntariamente exagerado, esa gana de mostrar que somos ordinarios, y en algunos jóvenes, ese cantadito de mamá que tienen. Y los nombres compuestos que les gustan a los papás paisas: que dizque Clara Victoria y Jorge Orlando. Y eso que no nos tocó la hora de la verdadera antioqueñidad, la de los John, los William, los Morgan Echavarría y los Orson Vélez. Quizá lo más feo del paisa es que queremos ser una tribu. En cualquier ciudad, en cualquier región, hay gente de todas clases. Hay gente buena y hay pícaros; hay gente simpática y antipática; hay personas generosas y amarradas. Pero aquí exigimos que nos juzguen en bloque, que hablen de «los paisas» o de «los antioqueños». Y por supuesto, reivindicamos como antioqueño sólo la parte buena de la tribu: son antioqueños los deportistas que ganan, los políticos que triunfan, los empresarios exitosos, pero no parecen antioqueños los desempleados, ni los pobres, ni los empleados corruptos, ni los delincuentes, ni las putas que tanto le gustan a muchos antioqueños. Y después de enumerar el lado bueno, tratamos de inflar pecho con lo que algunos pocos paisas hacen. Tratamos de vivir de la gloria de Fernando Botero o sentimos que Juanes debe sus éxitos a algo que también hice yo. Y lo que nos emociona es que les paren bolas en Miami o Nueva York, que se volvieron nuestra piedra de toque. En realidad, hay sólo dos paisas que aparecen con frecuencia en los periódicos de París o Nueva York: Fernando Botero y Fernando Vallejo. A los que nos dan la oportunidad de lucirnos les perdonamos que se hayan ido, aunque con esfuerzo. A Botero, que además dio ejemplo de generosidad a un pueblo más bien amarrado, ya lo perdonamos; a Vallejo, como no hace sino hablar de lo malo y de lo feo de Medellín, nos va a costar más trabajo... Tal vez si se ganara el premio Nobel... Estos triunfos y orgullos vicarios tienen un problema: la misma tribu, o raza como creen algunos, también ha hecho aportes tan importantes a la vida nacional y a la cultura mundial como Pablo Escobar, Carlos Castaño o Pedro Antonio Marín, un paisa que se cambió el nombre por el de otro paisa, el concejal de Medellín Manuel Marulanda Vélez.

Somos muy ingeniosos e inventamos, antes de los talibanes, volar un avión lleno de pasajeros inocentes, hemos llevado las masacres a un nivel de desarrollo incomparable, con mucho espíritu de industria y organización. Según esas páginas llenas de dulce melosería y de virtudes infinitas que describen a los paisas en Internet, los antioqueños reciben con los brazos abiertos a todos los extranjeros. ¡Claro!..., pero que cuiden la billetera, porque en esto somos como toda la gente del Tercer Mundo, sólo que un poco más eficientes para el chalequeo. Somos muy trabajadores, pero como lo ha escrito Fernando Vallejo la más trabajadora ha sido, y en esto sí nos destacamos en el mundo, la muerte: los antioqueños hemos mandado para el otro lado a casi 100.000 personas en veinte años, más gente que los de la guerra de los Balcanes. ¡Esa sí es gracia! El auge del narcotráfico, que para ser tan grande tuvo que usar muchas de las virtudes de los paisas; la inmensa violencia que nos ha convertido en la tribu que más homicidios ha hecho en su propia gente en este siglo (en Africa o los Balcanes los muertos son casi siempre de otra tribu) nos han avergonzado callada e íntimamente, y por eso ahora nos la pasamos hablando de cómo somos de buenos, de inteligentes, de recursivos y de pacíficos. «Chicaniando», pero siempre mostrando sólo la mitad de la moneda. Nos volvimos mentirosos, para engañar a todo el que viene a Medellín, pero nos acabamos creyendo la mentira. Y por eso, no somos capaces de arreglar muchos de los problemas que tenemos. ¿Cómo mejorar la educación, si estamos convencidos de que aquí es una maravilla? ¿Cómo resolver el problema de la violencia, si creemos que ese es un problema igual en todas partes y que Medellín tiene problemas, pero es lo mismo que en Nueva York o Bogotá, donde también lo matan a uno? Pero no queremos ver que en Medellín mueren 3.000 personas al año, cuando en Bogotá, que tiene tres veces más habitantes, ya han logrado bajar la violencia a menos de 2.000 por año. Pero para eso hay que reconocer que hay un problema. ¿Cómo desarrollar una buena política cultural, si creemos que Medellín es la capital cultural de América, cuando lo que tiene de verdad para mostrar es este Museo, que habría podido ser muchísimo más importante, habría podido estar a la altura de los dos o tres mejores de América Latina, si nuestros alcaldes y gobernadores hubieran pensado que valía la pena meterse la mano al dril para sacarlo del abandono en que lo tuvieron hasta que Botero anunció que la parte más importante de su colección la iba a regalar a Bogotá? Pero es que cuando uno empieza, lleno de inseguridad, a juzgarse en todos los momentos, a ver cómo nos atisban, a vivir de cuenta de cómo nos valoran los extranjeros, y en especial los gringos, va perdiendo autenticidad, la vieja autenticidad que estaba en las virtudes locales y de la que habló Cayetano Betancur, y acaba movido sólo por la envidia, irritado por las críticas, pensando que todo el que se va se vuelve un traidor, que si un paisa critica algo es por razones personales, porque le pasó algo...

Claro que yo también estoy mirando sólo la mitad del problema. Pero fue que me pidieron hablar de lo feo, inevitablemente ligado a lo malo: ya Platón identificaba lo feo con lo malo. Habría podido hablar de lo bueno, porque hay muchas cosas buenas entre mis coterráneos, pero esa suerte la tuvo Nicanor. Pero lo más malo de todo es que no hemos aprendido a entendernos en toda nuestra realidad, que queremos engañarnos viendo sólo la mitad de lo que somos y negando el resto. Ese es el espíritu de la llamada antioqueñidad: mentirnos sobre nosotros mismos, reconocer sólo lo bueno, y llenarnos de una mitología pintoresca y complaciente. Tenemos que demostrar que somos grandes.

viernes, 27 de julio de 2012

Las comillas son gratis

Este mes, pese a su nombre tan cercano a mis afectos y a quien jamás me canso de leer, las palabras me han sido esquivas. No tengo mucho de qué hablar, o no sé cómo hacerlo de un modo que valga la pena. 

Pero ya que evoqué a Julio, comentaré brevemente un incidente que tuve en Twitter esta semana con alguien que lo fusiló despiadadamente, copiando fragmentos de una frase suya mezclados con palabras propias, no sólo sin usar comillas sino deformando una idea que había sido magistralmente expresada al comienzo del capítulo 18 de Rayuela:


"No ganaba nada con preguntarse qué hacía allí a esa hora y con esa gente, los queridos amigos tan desconocidos ayer y mañana, la gente que no era más que una nimia incidencia en el lugar y en el momento".

Suelo ser muy quisquillosa con eso de las citas, pues si bien concuerdo con Milán Kundera en que "gente hay mucha, ideas pocas", reconozco también que esas pocas ideas pueden expresarse de muy diversas maneras y el arte de la escritura está basado, precisamente, en una selección y combinación de palabras y puntuación, que da como resultado una expresión con cierta cadencia, con un ritmo especial, con una precisión punzante o alegre según aquello de lo que se esté hablando. 

Las palabras en general -por supuesto- no son de nadie, ni tampoco las ideas, pero la forma en que son articuladas produce efectos muy variados y lo mínimo que puede hacerse con un autor que se ama o con el que se establece algún tipo de resonancia es darle el crédito por ese afortunado hecho de haber dicho lo que tantos sienten como poquísimos pueden expresarlo.

Las comillas son gratis, dije ese día y me sostengo. De su uso depende la diferencia -nada sútil- entre el homenaje y el plagio.
  

domingo, 17 de junio de 2012

Decid: ir

No es que las cosas pasen cuando tienen que pasar: pasan cuando pasan, simplemente, y lo que importa es lo que cada uno hace con aquello que sucede. 

Venir a Argentina, por ejemplo, fue algo que anhelé durante largo tiempo y que hubiera podido hacer -de haber contado con la suficiente valentía- mucho antes. Pero no. Innumerables razones me llevaron al aplazamiento: antes de los 16, no tenía ni el dinero ni la autonomía suficientes para tomar semejante decisión y después, habiendo empezado a estudiar en la Universidad, pensé que era mejor terminar la carrera primero, y entre tanto llegaron los amores y el trabajo y cada año, entre más decisiones tomaba, más lejos quedaba ese deseo adolescente y literario de habitar en la tierra que había visto nacer a mis más ilustres e impersonales mentores. 

Tuvo que venir mi hermano antes para que yo me sacudiera, para despertar de mi letargo y revivir con una intensidad desconocida mis ganas de Sur. El incómodo prodigio estaba obrado. Removí todo lo que lenta pero implacablemente había comenzado a anquilosarse y comencé una seguidilla de rupturas que un día de octubre, por una ilusión de estabilidad laboral, dejé en suspenso. Crecer tiene muchas trampas y las peores se activan cuando uno tiene un título y todas las expectativas propias y ajenas advienen como imperativos de seguridad, de crecimiento profesional, de ascenso económico. Ya no está uno para alimentar sueños infantiles, menos en un país que ofrece tan pocas oportunidades como el mío, en el que todo reconocimiento y oferta de trabajo tiende a ser valorado por encima de cualquier cosa, considerándose casi pecado rechazar labores que estén bien remuneradas porque uno no siente que allí vaya a ser feliz. La felicidad no sólo parece un lujo para pocos sino una elección ociosa y romántica, más digna de lástima que de admiración o aprobación. 

Dejé todo en suspenso otra vez aunque el impulso me había alcanzado para buscar unas cuantas maestrías que parecían interesantes y escribir correos preguntando por condiciones y precios. Fue un primer paso minúsculo, pero que tuvo su importancia después, cuando tras un semestre de una maestría carísima -como todas en Colombia- que no me había gustado y la idea de cambiarme a otra más costosa todavía, supe con todo mi cuerpo y sin asomo de duda que era ahora o nunca. Tenía 27 años, un novio maravilloso y un gato, vivía sola en un apartamento alquilado pero que me gustaba, había pasado por un año extrañísimo -de cierta bonanza pero de muchas angustias- y estaba cerrando un ciclo en el trabajo más terrible que tuve jamás.No era fácil -nunca iba a ser fácil- pero esa "impresión cataléptica" (de la que habla Sexto Empírico, y que Martha Nussbaum retoma para explicar el conocimiento del amor) estaba ahí, irrefutable, diáfana, imperiosa: Ahora o nunca. 

Elegí "ahora" porque sabía que el "nunca" se convertiría en un peso imposible de llevar en mis años posteriores. Busqué, escribí, presté atención a algunas cosas y no a otras; hice la apuesta de postularme a una beca aunque sabía que las posibilidades de ganármela eran escasas, y aunque tenía que elegir una maestría de una lista que no había considerado antes. Así, por un asunto más formal que de voluntad, escogí la Universidad de La Plata y esta ciudad, una Maestría en un área que no había considerado estudiar, y de la concatenación entre las cosas que pasaron y las que no, resulté aquí, viviendo en un cuadrado milimétricamente diseñado para perderse pero que ahora puedo recorrer sin tantos extravíos, conociendo gente que llegó también por sus propios azares o que siempre estuvo aquí, y con la que seguramente no me habría cruzado de haber venido antes. Antes no habría escogido La Plata -hubiera sucumbido ante el cliché de Buenos Aires-, ni habría elegido una carrera de posgrado con una vocación tan social. No estaba destinada a venir ni antes ni después: simplemente llegué y confluí con unas condiciones particulares, con unas personas que por aquí pasaban y he buscando construir, a partir de esos encuentros inesperados, un momento para estar feliz, para recordar, para aprender y disfrutar, dure lo que dure.


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Sobre la impresión cataléptica y el conocimiento del amor:
http://saavedrafajardo.um.es/WEB/archivos/Antioquia/011/Antioquia-011-05.pdf


miércoles, 6 de junio de 2012

Otro desafortunado efecto del invierno


Tengo tanta ropa encima que me siento como un "clochard" de los de Rayuela. Ah, qué cruel es la vida: empezar con pretensiones de Maga, descubrir que se está más cerca de Oliveira y terminar en clochard. Lo llamaré "síndrome de degradación rayueliana" y en mis memorias constará que vine a padecerlo en Argentina (aunque tendría que haber sucedido en París).