domingo, 22 de mayo de 2011

Tren al sur

Sí voy en tren. Pese a todas las advertencias, voy en tren casi siempre, por economía a veces pero sobre todo porque me gusta. Argentina es un país de trenes sucios pero hermosos que la atraviesan de lado a lado. De Buenos Aires a La Plata (y viceversa), que es mi recorrido oficial, me demoro una hora y media, treinta minutos más que si viajara en colectivo. Pago con gusto ese tiempo de más, pues disfruto mirar por las ventanas los árboles tan amarillos del otoño, las hojas que empiezan a caer, la gente de todos los colores y las clases... hasta los vendedores, que tienen exactamente el mismo discurso de los de Colombia, como si hicieran parte de alguna multinacional de la miseria. 

De algún modo que no puedo explicar, el tren me hace sentir más viajera, más extranjera, al tiempo que más cercana a la gente de a pie, bellos seres sin grandes pretensiones. 

La mayoría de los argentinos que conozco no usan el tren ni lo recomiendan; se escandalizan de mi uso tan frecuente de ese medio pobre y feo de transporte. A mí no me parece tan horrible como dicen, ni tan poco recomendable... Creo que fueron tantas las advertencias que me hicieron que crearon una imagen exageradísima que, por fortuna, no coincide con la que me he formado yo misma en todos los trayectos recorridos. Que tenga cuidado me dicen siempre, y me voy dando cuenta que eso es algo que ya tengo incorporado porque -tristemente- Medellín nos hizo a todos paranoicos. 

Voy en tren y las estaciones se suceden sin que yo logre saber casi nunca dónde estoy. Sus nombres están vacíos, no me remiten a nada, no se refieren a cosas cuya existencia me conste. Pero siempre hay gente que se baja y que se sube, y eso es suficiente evidencia de que hay vida en esos nombres, vidas de las que no sé y tal vez no llegue a saber nada. Me limito a mirar sin hablar, me hago a un lado cuando me lo piden, oculto en mi silencio que no soy de aquí, que ya no sé de dónde de soy, que estoy triste porque se hace incierto mi regreso y no logro calcular qué tan hondos serán los estragos de tanta distancia.

 
(Tal vez viajar en tren no sea tan buena idea después de todo. Es mucho tiempo para mirar y pensar, para encontrarse con uno mismo. Y ése sí que es un peligro).     

2 comentarios:

  1. También me gusta a pesar de las tantas advertencias. Todos los martes en la tarde debo ir a Quilmes. Desde que llegué la recomendación de muchos, menos uno, es que nunca me subiera al tren. Pero la curiosidad, la nostalgía infantil (solo había montado en los trenes de juguete de los parques infantiles) me llevaron a la Estación Constitución.
    Fue bueno ratificar que una cosa es Buenos Aires, la capital hermosa y presumida y otra distinta es la provincia, donde hay gente real, donde se respira la Latinoamérica que somos, para mal o para bien, y no la pretendida Europa del sur. Es extraño el cariño que estoy tomando por esta ciudad y este país. ¡Qué bonita sería Buenos Aires sin porteños!

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  2. Yo había usado el tren un par de veces en Colombia, ese que ya no existe y cuyos rieles se han ido herrumbrando o desapareciendo misteriosamente. Ese sí que era un tren feo y sucio, pero aún así se mantiene como un buen recuerdo. Plaza Constitución es hermosa, una arquitectura antigua y no del todo descuidada, y me gusta porque está conectada directamente con el subte, no como la terminal de Retiro, hacia la que hay que caminar por calles que -esas sí- me resultan bastante peligrosas.

    Creo que hasta ahora no he conocido un solo porteño, o si sí, han sido tan pocos y tan amables que no he tenido ocasión de conocer ese lado oscuro del que todos hablan. Ha de ser porque no soy habitante de Palermo... Lo mío es San Telmo.

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