sábado, 16 de febrero de 2019

Sin certezas qué ofrecer


No soy analista política. No soy abogada. No soy columnista de opinión. Soy psicóloga. Soy docente. Con base en lo primero, escucho, soy sensible. Con base en lo segundo, leo, leo mucho, trabajo desde una perspectiva que privilegia el análisis del discurso. Tengo preferencias pero no certezas. Actúo pero no soy militante. La mayor parte del tiempo opto por quedarme a un lado, ver lo que sucede, escuchar a los unos y a los otros, tratar de entender (cosa que casi nunca logro). 


No grito. No escribo en medios formales sino en blogs, en archivos de word o en cuadernos que no le voy a dar a leer a nadie. No hablo o publico algo más que cuando siento que ha llegado a mí alguna pequeña claridad. Reconozco el talento de otros. Hago eco de lo que me parece sensato o justo. No insulto a nadie. No caso peleas por deporte. Ni siquiera azuzo aquellas pocas en las que, por alguna razón, termino inmiscuida. Dudo siempre. Todo el tiempo. Me avergüenza a veces saberme “tibia” desde la perspectiva de muchos en un montón de temas. Pero al mismo tiempo agradezco ser así. No sabría, en cualquier caso, ser de otra manera. Me causan gran asombro los seguros, los que hablan sin parar y tienen un rosario de claridades sobre uno y mil asuntos. Los que se acuerdan de cada dato, de cada cifra, de mil ejemplos que les dan la razón. Hay de esos en todos los temas, del lado de todas las posiciones. También, los más, se dedican a creer y repetir. No saben mucho pero tampoco dudan. A las dos clases de seres les tengo algo de miedo. Han llegado a la certeza por vías distintas pero su comportamiento se parece mucho: la voluntad de poder, de imponerse. La necesidad de sentirse completos. 

Al final, basta con ser psicóloga. O, por serlo, tengo poca esperanza en las ideologías. Sin embargo, sé que ciertos sistemas de ideas propician condiciones más plurales, aun si sus promotores y militantes actúan tan ciegamente como los individualistas a ultranza, los del club del egoísmo sin límites. Egoístas somos todos, sí, pero no del mismo modo. Y no solamente. Para alguna cosa nos ha servido el poder y el lastre del lenguaje. Pensamos. Nos damos cuenta. Podemos cuestionar y decidir. Imaginar. No hacerlo es actuar sin ética. O, para decirlo en términos que resuenen más en mentalidades capitalistas: es desaprovechar nuestra mayor ventaja evolutiva. 

martes, 12 de junio de 2018

Medellín y su pasado

Vengo a pedirles que escuchen algo. Lo van a encontrar al final de estas palabras. Es uno de los magníficos programas de la gente de Radio Ambulante, que sabe muy bien cómo contar historias. 

La que los invito a escuchar es una historia que es la nuestra pero con la que no sabemos qué hacer. La de un pasado que, como tantos otros atroces y oprobiosos de Colombia, parece que no termina nunca de pasar. Que nos atraviesa, nos define y nos sigue desgarrando. Porque aunque le intensidad de la barbarie sea muchísimo menor, ahí sigue y nos amenaza con volver a desbordarse con la complacencia de los que creen en la venganza como camino, los que odian en nombre propio o ajeno, los que anidan resentimientos antiguos que ya no son capaces de mirar para hacer algo constructivo con ellos. 

Pero el pasado hay que mirarlo de frente, hay que entenderlo, hay que hacerle preguntas. Limitarse a contemplarlo -como si el tiempo no hubiera seguido su curso-; negarlo -como si nada hubiera pasado- o pretender borrarlo -derribando sus testigos y sus marcas, como quiere el alcalde de la ciudad-, son estrategias que lo único que consiguen es mantenernos atados a él, padeciendo sus síntomas como una enfermedad que se llama ser nosotros, los paisas, los berracos, los que venden una loca preñada. Y vendemos, cómo no, la imagen del "capo", del "patrón", del que puso el mundo a sus pies... nos olvidamos de los miles que puso bajo tierra o en las fauces de alguno de los animales salvajes que tenía en su hacienda importados directamente de África aunque fuera ilegal. Porque en esta tierra, para algunos, para muchos, es ley el dicho infame según el cual "el que pone la plata, pone las condiciones". Todo se vende. Pregunte por lo que no vea. 

Dice uno, inocente e idealista, que ahí no hay nada qué admirar. Pero también de ese lugar hay que bajarse y preguntarse por qué, para tantos y tantos, sí lo hay y no sólo endiosan a Escobar y sus secuaces sino que los envidian. Otros, más pragmáticos, no llegan hasta allá y trabajan honradamente pero aceptan sin inmutarse pagar extorsiones ("vacunas" les dicen, una ayudita para no morirse antes de tiempo) y vivir bajo la amenaza constante de grupos armados que imponen cualquier cantidad de condiciones y que en cualquier momento pueden iniciar una confrontación a tiros con el combo que manda en la calle del frente. Y así vivimos hace décadas, como si fuera normal. Se nos creció el monstruo y pareciera que nos encariñamos con él. Porque será horrible, voraz, nefasto, pero es nuestro: paisa de pura cepa. Y Medellín es una chimba y el que hable mal de ella que se vaya a vivir afuera... o que se muera. Pero yo no me quiero ir -esta lejanía de ahora es temporal- y no me quiero morir sin haber entendido o, al menos, haber instalado suficientes preguntas. Porque preguntar, además, no es hablar mal y no es, por sobre todas las cosas, no querer a Medellín. Es creer en ella, en que tiene el potencial de ser distinta, de ser próspera y generar riqueza sin tener que recurrir a tanta muerte.

domingo, 10 de junio de 2018

Perderse









Es fácil perderse en Buenos Aires porque Buenos Aires se parece mucho a sí misma. Y porque son demasiados nombres y me olvido. Es más sencillo orientarse en una ciudad con números: del uno sigue el dos; del seiscientos el setecientos. La lógica que ordena estos nombres me es ajena, así que cuando me alejo un poco de la pequeña zona que he alcanzado a dominar, me pierdo irremediablemente. Renuncio a Google y sus mapas por un rato. Avanzo. Leo nombres en vitrinas y paredes. Cuando siento que he ido demasiado lejos o me da la impresión de que las calles comienzan a ponerse hostiles, miro el siempre confiable celular. A veces entiendo, sé en qué dirección debería ir. Otras, no. Apuesto. Si me asusto mucho, tomo un taxi, le pido que me lleve a la casa que no es mía y subo corriendo las escalas. Al cerrar la puerta, respiro y tiemblo un poco. Estoy a salvo, tengo todo en los bolsillos. Pasarán muchos días antes de que vuelva a salir, y todo me parecerá raro y tendré miedo. Pero sabré disimularlo, como tantas cosas.

martes, 24 de diciembre de 2013

Últimas palabras

Se acabó el viaje y, según parece, también las ganas de escribir. Ellas se fueron antes, hace casi seis meses ya, y no han vuelto. En consecuencia, tengo las palabras atrancadas y muy pocas cosas qué decir que no haya dicho ya. O que no hayan dicho otros, que es casi lo mismo en este tiempo de información pululante.

Ya casi nada es tan especial como para contarlo, aunque como vivencia personal sea maravilloso y reconfortante. Hago hincapié en esto porque son dos cosas distintas. Poder viajar, vivir en otros países, encontrarse de un momento a otro compartiendo con gente de mil lugares, aprendiendo sobre lo que de común y diferente hay en los modos como somos y vivimos, es algo que nadie debería perderse, que abre la mente, que lo sitúa a uno en otra frecuencia y lo dispone a hacer cosas que en la sempiterna seguridad de la tierrita y de la casa, probablemente no haría jamás. Enseña a vivir con poco –a veces con lo mínimo-, a responder en serio por uno mismo, a ser menos orgulloso y más solidario, a no ser ni tan miedoso ni tan melindroso, a descubrir facetas que ni por casualidad se habían contemplado. Yo, por ejemplo, le encontré el gusto a la cocina, y una de las amigas más entrañables que me quedaron después de la experiencia (sí, Zelmilla, es con vos) me mostró que esa transformación no era para nada nimia, que indicaba que no sólo había aprendido a cuidar con esmero de mí misma, sino que ahora lo disfrutaba. Cuando ella me conoció, en una casa en la que compartíamos habitación (otra cosa que nunca había tenido que hacer en la comodidad de mi hogar), yo comía por deber y no muy bien, y ella me miraba perpleja, me convidaba de sus vegetales y se ponía a hablar del montón de significados que tienen los alimentos, su preparación, el acto mismo de alimentarse. He ahí sólo un ejemplo, sencillo y trascendental, de lo que me pasó a mí y por lo que digo que todo aquel que quiera y pueda, debería tomar el riesgo de salir de los confines de su ínfimo universo conocido.

Lo que quizá no deberíamos hacer todos es documentarlo, registrarlo, publicarlo como si fuera la cosa más extraordinaria de la vida. Puede serlo, de la propia, pero es algo que ahora viven tantos, hacen tantos, que es muy poquito lo que aportan nuestras reflexiones de inmigrante, esa contabilidad minuciosa de las primeras semanas, la perplejidad –y hasta el susto- cuando empiezan a llegar las estaciones y los climas extremos desafían todo lo que alguna vez supimos de temperatura corporal. Ante esas cosas generales decimos todos lo mismo, nos quejamos igual, nos defendemos, regañamos a los que nos dicen que se están congelando en Santa Elena* porque ellos no saben lo que es un invierno verdadero, y eso que los que llegamos apenas a La Plata en Argentina tampoco tenemos idea de lo que es el frío polar, cientos de kilómetros más abajo, o el frío perpetuo de los países escandinavos. Pero esas cosas no son importantes y se pueden aprender en Wikipedia o cualquier guía de viaje, y las realmente significativas pueden llegar a ser tan íntimas que tal vez no nos animemos a contarlas o, si sí, tendrían un eco escaso. Eso no tiene nada de malo, ni de grave, claro, pero de tanto ver blogs y actividad en torno a lo mismo en tantas redes sociales, he llegado a sentir que, al menos en mi caso y por un tiempo indefinido, ha llegado el momento de callar.


No sé si es la nostalgia ante la culminación del viaje –del trance-, si simplemente estoy cansada de exhibirme por escrito, o si he descubierto que hay tantos y mejores blogs que el mío sobre gente que se va, que he dejado de encontrarle sentido a mantener este. Entre más navego por el mar de información y datos que es internet, más constato que Kundera tenía razón cuando dijo que “gente hay mucha, ideas pocas”, que “todos pensamos aproximadamente lo mismo”. Él lo dijo por allá, a principios de los noventa, cuando las vidas de personas comunes y corrientes eran todavía bastante anónimas, así que sospecho que no es que esa realidad haya cambiado. Es sólo que ahora es una evidencia aplastante y yo prefiero no seguir redundando, al menos no tan públicamente.

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*Santa Elena es una división rural que pertenece a la ciudad de Medellín, en la que la temperatura promedio es de 14.5°C

viernes, 26 de julio de 2013

Póngale el almita al texto

Ya es hora de volver a decir algo. El silencio es hermoso pero no siempre es bueno. No es bueno cuando se torna permanente. Tampoco cuando es el resultado de un nudo en la garganta. Es horrible querer decir algo y no ser capaz, no atreverse. Es casi peor sentirse obligado a enmudecer, sentir que cualquier cosa que se diga carecerá de sentido o podrá ser usado en tu contra. 

Un poco de todo eso me estuvo pasando en este tiempo. Eso y que las obligaciones académicas se han empeñado en absorberme y monopolizar mi capacidad de articular ideas por escrito. Cuando todo se vuelve tan serio, me empiezan a doler los dedos, me entristezco. No quiero que todo sea rigurosidad y fuentes citadas, me resisto a escribir únicamente artículos y capítulos de tesis. Por necesario y relevante que eso sea, hay algo que le falta; y eso que yo trato de ponerle almita a mis trabajos, de soltar aquí y allá algún subtítulo sugerente, de darle un ritmo cadencioso a las palabras, de jugar con sentidos dobles y hasta triples. 

De vez en cuando me encuentro con profesores que celebran esos pequeños guiños literarios, pero hay otros -casi siempre los más jóvenes-, que condenan mi tendencia a mezclar estilos y dicen, a veces con razón, que el trabajo analítico queda subsumido en los ejericios estilísticos. Ahora que lo pienso bien, esto me pasó desde muy temprano: en uno de los primeros cursos de la universidad, un profesor, cuando fui a preguntarle por qué había sacado 3.5 en un trabajo que me entregó sin una sola observación, me dijo: "Ah, vos sos la que escribe como Andrés Caicedo". Yo no supe si saltar en una pata de la felicidad por la comparación o sentarme a llorar porque iba a ser un fracaso en la academia.

Al final, no salieron tan mal las cosas y fui encontrando una especie de equilibrio entre decir las cosas bien y decirlas también bonito. A veces no logro ni lo uno ni lo otro, pero bueno... lo sigo intentado. 


martes, 12 de marzo de 2013

Escribir es otra forma de callar

Varios reclamos sutiles me han hecho ya por lo abandonado que tengo el blog. Qué cosa sorprendente esa, que haya gente que se acostumbra a leerlo a uno y hasta lo extraña. Cuando empecé a publicar cositas que se me iban ocurriendo, no me imaginé que fueran a tener muchos lectores, y menos que algunos de ellos se iban a volver casi asiduos. Ahora que existen y me dicen que por qué no he vuelto a escribir, que los tengo decepcionados, se me abren algunos interrogantes sobre esa relación tan persistente pero a la vez tan inestable con la escritura que he tenido desde niña.

Comencé a escribir muy chiquita, quizá de tanto leer y también porque hablar me daba alguito de miedo, no me fluía gran cosa. En cambio llenar hojas con palabras me parecía de lo más sencillo, iba saliendo así nomás, como si todo eso que no decía a viva voz quisiera salir de otra forma, una silenciosa e íntima, pero exterior al fin y al cabo.

Lo que sí es un hecho desde esa escritura temprana es que acontece cuando quiero, por oleadas espontáneas, y sólo a fuerza de mucha disciplina consigo domeñarla para que sirva a los trabajos académicos  u otras producciones más formales, pero no es lo mismo. Por más que disfrute de escribir y, a fuerza de tanto hacerlo, haya terminado por adquirir cierta habilidad y corrección en su ejecicio, sería incapaz de convertirme oficialmente en escritora e incluso quienes se dedican a ser columnistas semanales de revistas o periódicos me despiertan tanta admiración como perplejidad, pues no me imagino a mí misma teniendo la responsabilidad de entregar puntualmente un texto cada ocho días, incluso si el tema es libre. 

La meta que me puse cuando abrí el blog fue redactar al menos una entrada por mes, y ni eso he logrado cumplirlo, aunque tal vez se compensen los vacíos de algunos meses con aquellos otros en que publiqué dos o tres texticos. La verdad es que pensé que eso no iba a importarle a nadie ni sería notorio y es por eso que me ha resultado tan sorprendente que haya unos cuantos amigos que me preguntan cuándo es que voy a volver a escribir. Menos mal son amigos y no editores. Menos mal son personas a quienes simplemente les gusta leerme, pero no se lucran (como tampoco lo hago yo) de mis palabras. Ser escritor de tiempo completo, así, como un trabajo, debe ser de las cosas más difíciles del mundo.

Seguiré prefiriendo que escribir sea otra cosa, una forma de callar, pero expresando; un silencio con sentido que puede durar y ser leído aunque no suene, aunque no tenga eco. Escribiré cuando llegue el momento, cuando sienta que quiero o necesito hacerlo. Algo distinto no puedo prometer. 

Volví para decir esto, para pedir disculpas y también paciencia, para dar las gracias a los que leen, y disculparme por las molestias ocasionadas. 






martes, 11 de diciembre de 2012

No llores por mí, Argentina. (Hoy me toca a mí)


Ya casi es hora de partir. De irme. De volver. Hace uno muchas cosas al tiempo cuando no es de aquí ni de allá, aunque más preciso sería decir que se es de dos lugares. 

Adiós, Argentina y hasta la próxima. Me quedé sin dar muchos abrazos de despedida, pero bueno, llegarán después y más inmensos. Gracias a todos los que estuvieron al principio, los que me hicieron sentir como en casa desde que llegué, a los que fueron llegando, a quienes me hicieron reír, de quienes tanto aprendí. Gracias infinitas a los que me acompañaron en aquel infausto episodio del agua, los que se volvieron mi sostén y mi familia y me dieron motivos para quedarme cuando pensé que no iba a ser capaz de seguir. Gracias a los que estuvieron siempre, a los que fueron y vinieron, a los que escribían así no tuvieran tiempo de un café o un mate. 

No los nombro uno por uno porque la lista sería larguísima y porque no quiero que la memoria me juegue una mala pasada. La Maestría no garantiza nada cuando se llevan varios días sin dormir y la ansiedad se mezcla con la tristeza, con la incertidumbre, con tantos sentimientos que un viaje implica.


Gracias, en fin, a la vida, que me ha dado tanto, como canta una de las más grandes poniéndole voz a lo que escribió otra igual de inmensa.