jueves, 23 de junio de 2011

Confesiones de invierno

Y con la llegada del invierno, ya puedo usar un título que no es parodia, como lo fue en el caso del otoño.

Charly me presta su voz, como tantas otras veces, para decir con toda la crudeza de estos días grises: "Tuve que enfrentarme a mi condición: en invierno no hay sol... Y aunque digan que va a ser muy fácil, es muy duro poder mejorar... hace frío y me falta un abrigo, y me pesa el hambre de esperar..."



De paso y, antes de que sea demasiado tarde, pongo también la Canción para mi muerte, que parece ser mi destino seguro con los anuncios de que este será el peor invierno en los últimos 10 años en Buenos Aires.


lunes, 13 de junio de 2011

Tres meses después...

Tres meses han pasado ya. No puedo decir que se han ido volando, pues el tiempo tiene un ritmo extraño cuando uno no pertenece al lugar en el que transcurre. Se hace pájaro y tortuga, vuela alto y luego se cae, igual que yo. Tres meses, tres casas, dos ciudades habitadas, demasiadas palabras estridentes de las que me escondo en silencios hondos e inexplicados. Si lo pongo en semanas parece mucho más: vendrían siendo doce, casi trece. No sé qué medida me resulta mejor, si la que extiende o la que contrae. Quizá no me convenga ninguna y sería más sensato no pensar en el tiempo, no contarlo, como los presos de todas las películas, sobre todo porque si algo tiene este viaje es que es la afirmación más contundente que he hecho de mi libertad. Me lancé de cabeza hacia el sur que siempre quise, asumí por fin mis deseos postergados, me acepté como única compañera de viaje y vine aquí dejando atrás certezas, seguridades, comodidades… y hasta al gato. 

Hice lo que quería sin pensar en nadie distinto de mí, sin pedir permiso, sin dejarme tentar por las ofertas de estabilidad que empezaban a llegar. Era ahora o nunca. Una postergación más equivalía a la renuncia y sabía muy bien que si renunciaba iba a llegar un momento en mi vida en que no me lo iba a perdonar. Todo fue entonces más acción que pensamiento, una carrera vertiginosa e imparable que terminó en mejores condiciones de las que me hubiera imaginado nunca. El Estado argentino me dio algo que difícilmente me hubiera dado el colombiano: dos años para dedicarme nada más que a estudiar, dos años sin preocuparme por las cuentas que se acumulan, dos años para sentarme a pensar, a leer, a escribir sin prisas, sin pasar por la experiencia casi sacrificial de trabajar ocho horas diarias y estudiar doce semanales, y dormir a duras penas seis cada día… Y lo único que tengo que hacer para pagar es regresar a mi país, entregarle a Colombia lo que Argentina me está dando. Si quería esta tierra desde antes, ¿cómo no amarla ahora? No necesitaba más razones, y sin embargo las tengo. 


(Imagen tomada de: http://bit.ly/lOQm2O)

miércoles, 8 de junio de 2011

Me caigo y me levanto

Como se ha vuelto costumbre en este blog, tomo otro título prestado, esta vez de Cortázar. Me caigo y me levanto es uno de los textos que componen La vuelta al día en 80 mundos, otro nombre que es un reflejo invertido. Los juegos de palabras merecerán alguna vez un espacio aquí, pero hoy el turno es para los golpes y las caídas, que han sido más de la cuenta desde que llegué a Argentina.

Además de las buenas cosas que ya he comentado y otras que me pasan cotidianamente, he pasado también por ciertas doloras experiencias que han dejado sus peores estragos sobre mis rodillas, las cuales ahora se visten permanentemente de morado.

La primera caída sucedió luego de mi también primera pérdida importante, que fue la billetera con la cédula y las tarjetas en una noche que se suponía iba a ser de mate al parque y feria del libro… Pero todo cambió cuando me di cuenta que ya no estaba, y me desgasté buscando, preguntando, yendo a una comisaría que, como todas las del mundo, era una apología a la ineficiencia y la desidia. Saliendo de ahí, ya sin fuerzas y sin ganas de nada, con –literalmente- tres pesos en el bolsillo y un par de amigas que me hicieron la noche menos amarga, aconteció que pisé un empaque vacío y grasoso de alfajor, y me resbalé y me caí, desapareciendo súbitamente del campo visual de Paula que vaya uno a saber qué era lo que me andaba contando. Todo ocurrió en Palermo, el barrio “bien” que después me mostró sus bosques oscuros llenos de travestis y me dejó incomunicada en mi segundo intento de ir a la feria, razones suficientes para que sea un lugar que no está precisamente dentro de mis afectos.

Por un tiempo la cosa estuvo calmada, encontré una nueva casa en una ciudad tranquila y cuadrada hasta la perfección, y caminaba por ella sin sobresaltos, conociendo las calles, sorprendiéndome de tanto verde y tantas plazas, y temiendo por mi vida en cada cruce por la muy particular (y hasta “acolombianada”) forma de manejar que tiene la gente en La Plata. Todo iba bien –digo– hasta que en uno de mis aceleres habituales tropecé con alguno de los muchos desniveles que pululan en los andenes y claro, la velocidad a la que iba más el morral pesado que cargaba, engendraron una caída de proporciones monumentales cuyo saldo fueron mis rodillas moradas, la mano izquierda hinchada y la cara raspada porque, en una maniobra que las palabras no me alcanzan para describir, el morral empujó mi cabeza contra el piso y terminé más lacerada que si me hubiera “ido a las piñas” con alguien (como dirían acá). De yapa, y aunque no entre en la categoría de caídas, debo decir que el perro de la casa me mordió esa misma noche en la mano derecha, dejándome simétricamente lastimada. Cojeando andaba entonces por el mundo, y con esa herida en el rostro que llevaba a todos a mirarme con susto y con pesar… una cosa horrible.

Cuando todo parecía estarse recomponiendo, empezaron nuevamente las pequeñas fatalidades: mi pc comenzó a morirse lentamente y el iPod touch terminó por convertirse en mi único medio de comunicación con el mundo. Esto no es publicidad, es contexto para explicar mi última “caída”, la cual fue vilmente provocada por un ladrón en bicicleta que pretendió arrebatarme el iPod en Buenos Aires, en plena 9 de julio y ante la mirada impávida del Obelisco y de la gente. Ya me han dado suficientes sermones acerca de que no debí sacar el llamativo aparato en ese lugar, pero la fila era larga y la espera prometía serlo más, así que decidí acompañarme de música para hacerla menos fatídica. Evidentemente, no lo conseguí. De todos modos, como desde que llegué me han advertido hasta el cansancio de los peligros que me acechan, tenía el aparato agarrado con fuerza, no sé si mucha, pero en todo caso suficiente para no dejármelo arrebatar tan fácil. Me quedé aferrada a él, seguramente pensando que si me quitaban eso me estaban despojando de mi último contacto con mi ciudad, con mi familia, con mis amigos más cercanos… y no iba a permitirlo, o por lo menos no a facilitarlo. El tipo siguió andando, me arrastró con su impulso, halaba fuerte y me tumbó, pero en la caída logré quedarme con ese pequeño trofeo a la dignidad, con la satisfacción de no haberme dejado vulnerar. Obviamente, quedé también con más morados (hecha toda una Violeta) adolorida y confundida por la reacción de la gente, o más bien por su inacción, porque nadie me ayudó siquiera a levantarme o me preguntó cómo estaba.

Argentina me está dando duro, literalmente.