martes, 12 de junio de 2018

Medellín y su pasado

Vengo a pedirles que escuchen algo. Lo van a encontrar al final de estas palabras. Es uno de los magníficos programas de la gente de Radio Ambulante, que sabe muy bien cómo contar historias. 

La que los invito a escuchar es una historia que es la nuestra pero con la que no sabemos qué hacer. La de un pasado que, como tantos otros atroces y oprobiosos de Colombia, parece que no termina nunca de pasar. Que nos atraviesa, nos define y nos sigue desgarrando. Porque aunque le intensidad de la barbarie sea muchísimo menor, ahí sigue y nos amenaza con volver a desbordarse con la complacencia de los que creen en la venganza como camino, los que odian en nombre propio o ajeno, los que anidan resentimientos antiguos que ya no son capaces de mirar para hacer algo constructivo con ellos. 

Pero el pasado hay que mirarlo de frente, hay que entenderlo, hay que hacerle preguntas. Limitarse a contemplarlo -como si el tiempo no hubiera seguido su curso-; negarlo -como si nada hubiera pasado- o pretender borrarlo -derribando sus testigos y sus marcas, como quiere el alcalde de la ciudad-, son estrategias que lo único que consiguen es mantenernos atados a él, padeciendo sus síntomas como una enfermedad que se llama ser nosotros, los paisas, los berracos, los que venden una loca preñada. Y vendemos, cómo no, la imagen del "capo", del "patrón", del que puso el mundo a sus pies... nos olvidamos de los miles que puso bajo tierra o en las fauces de alguno de los animales salvajes que tenía en su hacienda importados directamente de África aunque fuera ilegal. Porque en esta tierra, para algunos, para muchos, es ley el dicho infame según el cual "el que pone la plata, pone las condiciones". Todo se vende. Pregunte por lo que no vea. 

Dice uno, inocente e idealista, que ahí no hay nada qué admirar. Pero también de ese lugar hay que bajarse y preguntarse por qué, para tantos y tantos, sí lo hay y no sólo endiosan a Escobar y sus secuaces sino que los envidian. Otros, más pragmáticos, no llegan hasta allá y trabajan honradamente pero aceptan sin inmutarse pagar extorsiones ("vacunas" les dicen, una ayudita para no morirse antes de tiempo) y vivir bajo la amenaza constante de grupos armados que imponen cualquier cantidad de condiciones y que en cualquier momento pueden iniciar una confrontación a tiros con el combo que manda en la calle del frente. Y así vivimos hace décadas, como si fuera normal. Se nos creció el monstruo y pareciera que nos encariñamos con él. Porque será horrible, voraz, nefasto, pero es nuestro: paisa de pura cepa. Y Medellín es una chimba y el que hable mal de ella que se vaya a vivir afuera... o que se muera. Pero yo no me quiero ir -esta lejanía de ahora es temporal- y no me quiero morir sin haber entendido o, al menos, haber instalado suficientes preguntas. Porque preguntar, además, no es hablar mal y no es, por sobre todas las cosas, no querer a Medellín. Es creer en ella, en que tiene el potencial de ser distinta, de ser próspera y generar riqueza sin tener que recurrir a tanta muerte.

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