sábado, 26 de noviembre de 2011

Más duele

No sé si duele más, pero se ve distinto, tristemente peor. Hablo de mi país, de esa Colombia que se sigue desangrando sin clemencia, esa en la que hace ya demasiados años no pasa un solo día sin que alguien sea asesinado. El sábado fueron cuatro más, cuatro miembros de la fuerza pública que llevaban más de una década secuestrados y a los que las FARC asesinaron por la cercanía del ejército, como si no les hubieran quitado ya suficiente vida, como si ese secuestro prolongado no hubiera sido más que atroz.

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Trato de ser objetiva, de pensar que es una probabilidad que siempre estuvo, que la lógica de la guerra es así. Pero de sólo pensarlo, me asalta el desconcierto: ¿cuál lógica de la guerra? ¿acaso tiene sentido la guerra, sobre todo esta que consume a Colombia hace tantos años? Por supuesto que ha de tener alguno, que es rentable para muchos, no sólo económica sino también políticamente. Claro que hay una lógica ahí, perversa, pero lógica al fin y al cabo, una de tantas posibilidades de esa naturaleza humana ante la que yo, como psicóloga, no me debería sorprender. 

Pero el saber no lo libra a uno del sentir, todo lo que he leído no me alcanza para entender lo que sucede o, más bien, para comprender que haya tanta gente dispuesta a vivir matando y mucha más gente acostumbrada a vivir entre muertos, a veces pasándoles literalmente por encima para ir a estudiar o a trabajar. Me digo también que eso es comprensible, que es un mecanismo adaptativo, que de otra manera habría sido insufrible la existencia para varias generaciones de colombianos, incluyendo la mía. Sólo que de lejos se me hace increíble que de verdad hayamos aprendido a vivir así y estemos tan poco interesados en dejar de hacerlo, que sigan siendo tan pocas las voces que se levantan contra la violencia, la desigualdad, la corrupción, la falta de oportunidades, los abusos del estado y de los grupos armados, y otros mil problemas que tenemos y que nos parecen tan normales, o al menos tan parte de lo que somos que ni nos inmutamos por cambiarlos. 

Nunca me he sentido ni orgullosa ni avergonzada de ser colombiana, puesto que la nacionalidad no se elige, pero la distancia sí ha hecho que piense más detenidamente en lo que implica, en los estigmas que cargamos y nos encargamos de perpetuar, en la forma tan dañina que tenemos de relacionarnos con el mundo, sobre todo con el más cercano, el que menos vemos.

Como escribía hace poco en twitter, a veces me parece que Colombia no es un país, es un colapso con presidente. Y tanto del colapso como del presidente somos todos responsables, por más que no esté dentro de nuestros planes aceptarlo. 









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